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El color de los colonos de los asentamientos y de sus seguidores terminó favoreciendo a Sharon en su relación con Bush
ESHKELON, Franja de Gaza.– Detrás de la evacuación de los colonos judíos de Franja de Gaza y del norte de Cisjordania hubo una mirada atenta. Cuatro rubricaron la Hoja de Ruta (los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia) como senda hacia la paz en Medio Oriente, pero uno en particular, George W. Bush, propició en febrero de 2005 los acuerdos en Sharm-el-Sheikh, Egipto, entre el primer ministro de Israel, Ariel Sharon, y el presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Mahmoud Abbas. En ellos, tras cuatro años y medio de atentados terroristas y asesinatos selectivos como dinámica permanente, ambas partes pactaron la primera tregua después de la muerte de Yasser Arafat, acaecida tres meses antes.
A su regreso a Ramallah, Abbas no tuvo la mejor acogida: el Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas), renuente a todo trato con Israel, no lanzó fuegos artificiales, sino proyectiles contra los asentamientos judíos de la Franja de Gaza. Tampoco Sharon tuvo la mejor acogida en Jerusalén: debió oponerse con firmeza a la mera posibilidad de convocar a un referéndum sobre el desalojo de los colonos de esa región y del norte de Cisjordania, presionado por miembros de su gabinete.
Los acuerdos tambaleaban, pero Bush, bajo la influencia de Tony Blair, insistió en la fórmula con la cual quiso enderezar su discurso desde el comienzo de su segundo período presidencial: la democracia es la única clave del cambio en Medio Oriente. De tender los puentes se encargó su fiel secretaria de Estado, Condoleezza Rice, tan cerca de él como James Baker de su padre.
Baker, sin embargo, había dejado todo en manos de israelíes y palestinos en espera de que ellos mismos hallaran una vía alternativa. El segundo Bush, sostenido por el secretario de Estado de su padre mientras se definían las amañadas elecciones presidenciales de 2000 en Palm Beach, no hizo nada diferente: dejó todo en manos de Sharon, excluido Arafat del diálogo por haberse hecho el distraído frente a la escalada terrorista.
En menos de un año, mientras la segunda intifada (sublevación palestina) cobraba atrocidades y víctimas, Bush debió atender otros asuntos: las guerras preventivas en Afganistán y en Irak. El mundo, más allá de las relaciones esenciales de los Estados Unidos, había quedado en un limbo como correlato de los atentados contra las Torres Gemelas. Y Medio Oriente, por más que figurara entre las prioridades de su agenda, no iba a ser la excepción.
De Abbas, elegido en las primeras elecciones palestinas tras el unicato de Arafat, dependía el éxito de los acuerdos. Hizo buena letra: apeló a la solución pacífica del conflicto con el vigor que las circunstancias requerían y, a diferencia de su antecesor, condenó los atentados suicidas propiciados por Hamas y la Jihad Islámica, ajenos a su partido, Al Fatah. Sharon, a su vez, debió reciclarse: el partero de los asentamientos judíos en los territorios ganados en la guerra de 1967 debía ser ahora su sepulturero.
Frente a Bush, así como frente a su pueblo, se había comprometido a realizar concesiones dolorosas. El beneficio para él y para Abbas, mientras tanto, iba a ser el cese el fuego, más allá de ataques y réplicas esporádicas con su secuela de recriminaciones y desconfianzas mutuas.
Sharon, empero, debió vérselas con el rechazo a su plan de desconexión de la Franja de Gaza, sostenidos los colonos por infiltrados nacionalistas y ultrarreligiosos que, como en la Ucrania del líder democrático postsoviético Víktor Yuschenko, adoptaron el naranja como color de la resistencia, tal vez por su inclusión frecuente en las terapias contra la depresión. Poco a poco, el país gritón (el visible, digo) comulgó con ellos, impactado por el dilema del soldado que debía expulsar a un judío como él en beneficio de los palestinos. De los terroristas, según su léxico.
En el proceso, lento, difícil, Sharon necesitaba dar una prueba, o una señal, de buena voluntad. Y Bush necesitaba recibirla, de modo de continuar con su apoyo a la democracia como única clave del cambio en Medio Oriente. Que un férreo opositor al repliegue de Israel como Benjamin Netanyahu haya ganado puntos dentro del Likud, el partido oficialista, con su renuncia al cargo de ministro de Finanzas en vísperas de las evacuaciones no significa que haya ganado nuevamente las elecciones, sino, en todo caso, una movida de alto contenido político que conmovió tanto como pudo en un momento determinado. Y pasó a la historia.
En una región tan inestable, con sabotajes usuales a los acuerdos y peores acogidas a los firmantes, Sharon dio un paso crucial, quizá perdido en la polvareda de los insultos y de las grescas de los asentamientos evacuados: echó por saco el sueño de los pioneros, impedido de brindarles seguridad (eran 8000 rodeados de más de un millón de palestinos), en la mayor cesión de tierras desde la retirada del Sinaí como consecuencia de la paz firmada en 1978 con Egipto, pero, durante el trance, hasta debió desempeñar el papel más habitual de Abbas que de él después de que dos israelíes fuera de sus cabales asesinaron en sendos arranques de ira a ocho palestinos en total. Cuatro y cuatro fueron. Los trató de terroristas judíos, de modo de mostrarse intolerante con los criminales de cualquier religión y nacionalidad.
En realidad, Israel no regaló nada. Devolvió parte de aquello que había ocupado. En las negociaciones, no obstante ello, el plan ejecutado llevó el sello de las concesiones dolorosas. Que tampoco fueron generosas. En 38 años, todo país se recicla como Sharon. O evoluciona. Y en cierto modo, como las personas, supera la etapa del impulso y de los sueños (el sueño del Gran Israel, en este caso) e ingresa en la etapa de la madurez y de la sabiduría.
A su lado, Palestina aún no alcanzó a la adolescencia, doblegada por la inequidad, admitida por los mismos israelíes, y por la difícil transición del viejo orden, o de Arafat y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), al nuevo orden, marcado por un sistema, la democracia, cuyos atributos no llegaron a prender entre los políticos ni entre la gente.
Abbas pudo adjudicarse la recuperación de la Franja de Gaza gracias a los acuerdos de Sharm-el-Sheikh, pero Hamas y la Jihad Islámica también pudieron adjudicársela gracias a los atentados. Posturas diferentes para otros temas vitales: el retorno de los refugiados palestinos, la recuperación de toda Cisjordania y la soberanía del sector oriental de Jerusalén como eventuales condiciones para la fundación del Estado.
La recuperación de la Franja de Gaza no ha sido negociada; fue una medida unilateral de Sharon alentada por Bush desde mediados de 2002. En vida, Arafat no iba a ser el agasajado con un festín semejante. De ahí, el plan ejecutado después de su muerte bajo el alero de las concesiones dolorosas con lágrimas de soldados y colonos, y expulsiones de infiltrados, como señales del costo político que demandó.
Fue, también, un ensayo general que no quiso pasar inadvertido: israelíes y palestinos coordinaron la seguridad de la frontera, de modo que no hubiera desbordes. Esa cooperación entre militares y policías vino a ser el correlato del delicado equilibrio alcanzado por Sharon y Abbas mientras uno maduró a la fuerza y el otro creció a los tumbos bajo una mirada atenta, no siempre gentil, que, más allá del método ineficaz aplicado en Irak, advierte que las democracias son menos propensas a declararse guerras que las dictaduras de cualquier grupo y factor.
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