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El arribo del nuevo embajador norteamericano en la Argentina coincidió con un giro conciliador en el discurso de Kirchner

En vísperas de la guerra contra Irak, George W. Bush creó un club de reacios a cooperar y, por ello, debió hacerse cargo de los platos rotos. A diferencia de él, en 1991, su padre había armado una coalición compacta antes de ordenar el envío de tropas. Apeló al poder blanco (soft power), estrategia de seducción que, según el léxico de Joseph Nye, profesor distinguido de la Universidad de Harvard, viene a ser el reverso del poder duro (hard power), basado en el poderío económico y militar o, en última instancia, en el uso de la fuerza. Apeló, entonces, al poder blando en beneficio del poder duro.

Los gobiernos (el argentino, entre ellos) evaluaron el rédito de su eventual participación en la guerra. Decidieron sobre ese supuesto, no en respuesta a una cruzada excluyente: están con nosotros o están contra nosotros. Con su discurso, más allá del impacto emocional de la voladura de las Torres Gemelas, Bush dejó entrever que aquel que no cooperara con los Estados Unidos en la segunda guerra contra Irak era sospechoso de financiar terroristas o de simpatizar con ellos. Apeló, entonces, al poder duro en beneficio del poder blando.

El mensaje de Bush entrañaba una presión gratuita en un mundo desparejo e inseguro en el cual la globalización, como fenómeno económico, jugó en contra de sus mentores. Creció la brecha entre ricos y pobres. Y creció el peligro. En especial, por aquello que Nye llama la privatización de la guerra: Al-Qaeda mató en un solo acto más norteamericanos que Japón en 1941. La mayoría de los Estados, alentados por los Estados Unidos, aceptaron castigar a los Estados canallas; canallas por financiar terroristas. Hallaron una solución a medias, en realidad. No repararon en que un individuo solo, Timothy McVeigh, sin apoyo estatal, había hecho polvo el edificio federal de Oklahoma.

Bush, no obstante ello, identificó como las mayores amenazas al terrorismo, sinónimo de Al-Qaeda, y las armas de destrucción masiva, sinónimo de Irak. Dejó a la deriva a Medio Oriente; prescindió de Rusia y de China; desoyó las causas por las que se oponía la vieja Europa (Francia, en particular), y desatendió a América latina. Con su discurso y su actitud contribuyó a dilapidar el capital más valioso de los Estados Unidos: la imagen.

La imagen de los Estados Unidos empeoró. Incluso en 2006, según el Pew Research Center. Tanto la actual secretaria de Estado, Condoleezza Rice, como su antecesor, Colin Powell, debieron atender una inquietante demanda interna: ¿qué política diplomática iba a atenuar el rechazo que provocaban en el exterior la mera mención del apellido Bush y su asociación libre con la guerra, el petróleo, Guantánamo y Abu Grahib?

En la Argentina, blanco del terrorismo en 1992 y 1994, la cruzada por la segunda guerra contra Irak no conmovió a Eduardo Duhalde, primero, ni a Kirchner, después, inmersos en la peor crisis de la historia. El antinorteamericanismo guardaba relación con la frialdad de Bush y los dictados del Fondo Monetario, emparejados por convivir en Washington. No había forma de aplacar la decepción popular, correlato de desatinos propios transferidos a conspiraciones ajenas.

Nada cambia de la noche a la mañana. E Irak, la convocatoria para la guerra en sí, ya pasó; quedan las secuelas. En algo influyó, sin embargo, la aplastante victoria de los demócratas y su inminente control del Capitolio. Sobre todo, el sacrificio de una pieza clave del poder duro: Donald Rumsfeld, ex jefe del Pentágono. La diplomacia norteamericana, familiarizada con el poder blando, ganó su batalla. La interna, despojada, en principio, de preferencias y favoritismos hacia un partido o el otro.

Dos días antes de las elecciones de medio término, el nuevo embajador norteamericano, Earl Anthony Wayne, arribó a la Argentina, el país con mayor índice de antinorteamericanismo en la región desde los tiempos de Braden o Perón. Por obra de la casualidad, el gobierno de Kirchner se vio forzado a depurarse a sí mismo a raíz de las expresiones contrarias a los Estados Unidos e Israel del ex subsecretario Luis D’Elía, vagamente conocido en el exterior por haber alentado la expropiación de la estancia del conservacionista norteamericano Douglas Tompkins y por sus afectos hacia Hugo Chávez.

No se deshizo Kirchner de un funcionario tan gravitante como Rumsfeld en el gobierno de Bush, pero, por obra de la casualidad, también, el comienzo de la misión de Wayne coincidió con las diligencias por la causa de la AMIA contra ex autoridades de Irán, socio del “eje del mal”, y con la súbita conversión del discurso presidencial, conciliador desde la derrota del oficialismo en Misiones.

En la presentación de sus cartas credenciales, Wayne dejó en claro que ningún país o persona por sí solo tiene todas las respuestas a los desafíos contemporáneos. Apeló al poder blando. Es decir, a la capacidad de atraer, y de convencer, a otros gobiernos con la cultura, los ideales y la política en lugar de someterlos con presiones gratuitas.

En América latina, los Estados Unidos tienen un problema: son los mayores socios comerciales de Venezuela por la compra de petróleo, pero, a la vez, son los mayores damnificados de la chequera, y de las arengas, de Chávez. Sostienen, en forma indirecta, un discurso contrario a sus intereses. Con la salida de D’Elía, la revolución bolivariana perdió uno de sus militantes dentro del gobierno argentino. Con la causa de la AMIA contra ex autoridades de Irán, apañadas por las actuales, Kirchner emitió una señal política.

La disposición de cualquier país para cooperar en la resolución de temas cruciales no depende sólo de los Estados Unidos, sino, también, del atractivo que ejerza en el otro. En un mar agitado, Wayne se movió como pez en el agua. Habló poco; comunicó mucho. Sólo omitió un tema: el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), causa del polvorín desatado en la IV Cumbre de las Américas, realizada en noviembre de 2005.

En Mar del Plata, al calor de la anticumbre que quiso molestar a Bush y logró irritar a su par mexicano, Vicente Fox, el Mercosur y Venezuela, aún no incorporado al bloque, pasaron a ser “los cinco mosqueteros” contra el ALCA, según la definición con la cual Chávez puso a todos en la misma bolsa. Los cuatro del Mercosur, por razones económicas; el otro, Venezuela, por razones ideológicas.

Frente a ello, el subsecretario de Estado adjunto del Departamento de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Thomas Shannon, echó paños fríos. Nunca admitió diferencias con Kirchner, de apariencia hostil y trato cordial. Apeló, entonces, al poder blando, más rentable que el poder duro si de lograr que el otro, como su gobierno después del golpe electoral, concilie el discurso con la actitud.



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