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Los norteamericanos siguen preocupados por el terrorismo, pero ya no confían en los republicanos para el día a día
En 2004, a menos de una semana de las elecciones presidenciales, de la nada apareció Osama ben Laden: se atribuyó la autoría de los atentados del 11 de septiembre de 2001, amenazó a los norteamericanos con nuevos infiernos y, con ello, facilitó los planes de Karl Rove para apuntalar la reelección de George W. Bush, cómodo en su papel de presidente de la guerra. En 2006, un par de días antes de las legislativas, un tribunal de Irak condenó a la horca a Saddam Hussein por crímenes de lesa humanidad cometidos durante su oscuro régimen; la coincidencia no obró esta vez en beneficio de los republicanos, pasajeros de un tobogán aceitado por sus errores. O por sus obsesiones.
En apenas dos años, la percepción de los norteamericanos cambió en forma drástica: aquellos que entendían en 2004 que los Estados Unidos estaban en guerra y desconfiaban de los demócratas, más divididos y radicalizados que de costumbre, concluyeron en 2006 que la fórmula compuesta por Ben Laden y Hussein, cual metáfora grosera del terrorismo por más que no hubieran sido descubiertos vínculos entre ellos, arrojaba un déficit en la faz doméstica, con un aumento considerable del gasto y progresos escasos en salud y en educación, y otro déficit en la faz externa, con una sostenida degradación de la imagen del país.
En apenas dos años, Bush y sus neoconservadores dilapidaron todo, o casi todo, su capital político después de haber barrido en ambas cámaras del Capitolio y de haber tocado el cielo con las manos hasta en Estados usualmente menos afectos a las premisas de las bases religiosas, movilizadas en 2004 por Rove, que a las demandas de los votantes tradicionales.
Con la cabeza del jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, como correlato de las últimas elecciones de Bush como presidente, no rodó sólo uno de los arquitectos del laberinto creado en Irak, sino, también, la concepción de un mundo forjado a golpes de escritorio y movilizaciones de tropas, aún en desmedro de valores tan caros a los norteamericanos como los derechos humanos. La economía por sí misma, valuarte de las campañas pretéritas de Bill Clinton, no influyó tanto en la derrota de los republicanos como la ineficacia para administrarla y, a su vez, para ganar la paz en lugar de la guerra.
No cambiaron los norteamericanos ni sus percepciones. El mundo, a sus ojos, no dejó de ser un sitio peligroso en el cual abundan las amenazas terroristas y proliferan las armas de destrucción masiva. Y los otros, sean europeos, asiáticos, latinoamericanos o marcianos, tampoco dejaron de ser palos en la rueda para resolver en tiempo y forma los desafíos contemporáneos. No cambiaron los norteamericanos, pero algo cambió.
Después de Irak, más allá del fiasco, las crisis provocadas por Irán y Corea del Norte demostraron que el eje del mal no era una invención de aquellos que, con Bush, el vicepresidente Dick Cheney y Rumsfeld a la cabeza, aplicaron la teoría de las guerras preventivas en resguardo de la seguridad interna. Entre ellos, la senadora Hillary Clinton: en apenas dos años se desmarcó de la estrategia, pero, al igual que su marido, no vaciló en apoyar la decisión de formar la coalición, derrocar a Hussein y establecer una democracia en donde había una tiranía.
No nos engañemos, entonces: algunos demócratas en alza después de las elecciones, como Howard Dean y Nancy Pelosi, poco se diferencian de Bush y compañía. Los hay más conservadores que ellos mismos, incluso.
En ambas cámaras del Capitolio, recuperadas y con mayoría propia después de más de dos décadas, el reto no será Irak, librado a la encrucijada entre la permanencia (y la irresponsabilidad) o la retirada (y, también, la irresponsabilidad). El reto será el sesgo que impriman, de cara a las presidenciales de 2008, frente a una rutina de leyes que en los seis años de Bush contentaron con reducciones de impuestos a las corporaciones (en especial, las petroleras y las automotrices) y a los inversores, y abrieron la posibilidad de firmar acuerdos de libre comercio con otros países, como Perú y Colombia.
Frente a ello, los demócratas, más cercanos a los sindicatos, procurarán aumentar el salario mínimo, reformar las leyes migratorias, impulsar la investigación con células madres y bajar el precio de los medicamentos. Y pondrán un freno. Sobre todo, al libre comercio por el perjuicio que implican los bajos costos de producción en China y otros países no siempre respetuosos de las leyes laborales y del medio ambiente.
En julio de 2007, Bush no tendrá fast-track, autoridad por la cual todo presidente norteamericano puede suscribir acuerdos comerciales sin retoques del Capitolio. De ahí, su apuro por asimilar la derrota, ofrecer la cabeza de Rumsfeld e inaugurar formalmente una transición signada por la cohabitación. De ahí, también, el contacto con Pelosi, próxima presidenta de la Cámara de Representantes, y la tranquilidad de no verse sometido a un impeachment (juicio político), como Clinton en su momento, por haber mentido. Uno, por su justificación de la guerra contra Irak; el otro, por su justificación del escándalo con Monica Lewinsky.
En lugar de Rumsfeld, Bush nombró a un ladero de su padre: Robert Gates, miembro del llamado Grupo de Estudio de Irak que presidía el entonces secretario de Defensa, James Baker. De él esperaban los demócratas, antes de las elecciones, una plataforma de trabajo. La recibieron, pero la Casa Blanca ignoró sus recomendaciones.
De haberlas aceptado, las tropas norteamericanas se hubieran empeñado en crear un ambiente seguro en el cual pudieran desempeñarse las autoridades de Irak, en lugar de ser parte de una guerra civil y sostener al gobierno provisional, y la coalición, no ellas mismas con las iraquíes, hubiera garantizado la paz, de modo de permitir que la diplomacia intentara un consenso entre chiítas, sunnitas y kurdos, las tres fuerzas antagónicas.
Por los disturbios que desencadenaron las viñetas de Mahoma no pocos miembros del gobierno de Bush comprendieron que no podían hablar de un choque de civilizaciones, versión Samuel Huntington, pero el vacío de definiciones para la ola de antinorteamericanismo desatada por Irak llevaba indefectiblemente a ello. No sólo en el exterior, sino, también, en casa. La mera aceptación de un componente religioso, alentado por Al-Qaeda e Irán, obró en contra de las premisas nobles que pudo tener la guerra. Si las tuvo, desde luego.
En su última batalla, Bush advirtió que la derrota de los republicanos reflejó el desencanto de los norteamericanos con su gestión y, en especial, con la falta de un Plan B para Irak. No es usual, por cierto, que un presidente norteamericano sea castigado en medio de una guerra. Tampoco es usual que un presidente norteamericano infunda tanta desconfianza y, en una suerte de referéndum impulsado con éxito por los demócratas, sea recriminado por haber dilapidado la revolución conservadora emprendida por Ronald Reagan.
Entre 2004 y 2006 germinó, en realidad, una alianza circunstancial de pesimistas que perdió la paciencia y dio crédito a los demócratas, amalgama de grupos de interés que no se fían unos de los otros, en una sociedad que, curiosamente, detesta al Capitolio y adora a sus representantes. Bush, errados esta vez los cálculos de Rove sobre el efecto del terrorismo encarnado en Ben Laden y Hussein, también perdió su última batalla. Y la cabeza de Rumsfeld rodó sin consuelo.
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