Se presume culpable




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Con órdenes de control, el gobierno británico pretende restringir los derechos de los sospechosos de terrorismo

LONDRES.– Engels, socio de Marx en el socialismo científico, juzgaba absurdo el socialismo utópico de Owen, Saint-Simon y Fourier. Utópico pasó a ser desde entonces, mediados del siglo XIX, sinónimo de proyecto o sueño irrealizable. En especial, si de política se trataba. Utópico, por negativo que fuere, era el mundo de The Big Brother (El Gran Hermano), descripto por George Orwell en su novela 1984, editada en 1949. Cinco décadas después, su homónimo Tony Blair (homónimo por el apellido: Orwell se llamaba Eric Arthur Blair) planteó el dilema moral entre la libertad y la seguridad. Lo planteó a la luz de atentados frustrados por Scotland Yard en Londres, uno de ellos de la magnitud de Atocha.

La libertad, según Blair, implica establecer un delicado equilibrio entre su ejercicio y la protección de la ciudadanía frente a eventuales atentados. De ahí, la necesidad aparente, y controvertida, de mantener bajo la tutela del gobierno a los sospechosos que no puedan ser llevados a juicio. Las restricciones, contempladas en la ley de prevención del terrorismo, recrean, en cierto modo, el mundo del otro Blair, con The Big Brother al acecho, cual atenuante frente a una ley de emergencia, cuestionada por excesiva y discriminatoria por los jueces-lores, que permite el encarcelamiento por tiempo indeterminado de extranjeros que no puedan ser procesados por falta de pruebas y que, a su vez, no acepten ser deportados del Reino Unido. Fue aprobada después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

La utopía no murió con Orwell, venerado en la segunda mitad del siglo XX como un idealista, o un romántico del socialismo capaz de involucrarse con la miseria de su época para denunciarla en sus textos, hasta que se supo, en 2001, que había entregado al gobierno británico una lista de 38 sospechosos de ser comunistas. Entre ellos, el comediante Charlie Chaplin y el novelista JB Priestley. Fue a finales de la década del cuarenta, tiempos en los cuales la simpatía con Moscú era tan condenable como, cinco décadas después, la filiación a Al-Qaeda.

Desde su despacho azul y blanco, en los fondos del 10 de Downing Street, Blair se vio a sí mismo alguna vez como el malogrado protagonista de 1984, Winston Smith, deseoso de ser “una persona normal”, de “salir a la calle e ir al pub”, pero, batido el récord de permanencia en el poder que ostentaba otro laborista, Harold Wilson, primer ministro desde 1964 hasta 1970 y desde 1974 hasta 1976, dejó de reparar en ello o en la utopía misma, nombre que otro británico, Tomás Moro, usó en 1516 para crear una isla ideal en la cual reinaba la paz y la armonía, y todos los seres humanos se realizaban como tales, de modo de criticar el sistema político del rey Enrique VIII y todos los que regían en esa época en Europa.

El nombre de esa isla, pintada por Moro en el ensayo De optimo reipublicae statu de que nova insula Utopia, más conocido por Utopía, derivaba de la palabra griega topos (lugar); le antepuso el prefijo griego ou para expresar ningún lugar o lugar inexistente. En ningún lugar, o en un lugar inexistente, la libertad prescinde de la seguridad y la seguridad prescinde de la libertad, según Blair. Sobre todo, en sociedades amenazadas por el terrorismo.

En sus palabras, el dilema radica en que “tiene que haber un equilibrio entre la protección del público frente al terrorismo y la salvaguarda de las libertades, pero no hay mayor libertad que vivir libres de un ataque terrorista”. Dilucidado el difícil punto intermedio entre la seguridad y los derechos, todos viviríamos bajo sospecha, seamos nativos, seamos extranjeros. O, acaso, bajo un régimen de libertad condicional en tanto The Big Brother, asumido ese papel por el gobierno británico u otros, decida vigilarnos y restringir o prohibir nuestras relaciones y nuestros movimientos, así como el ejercicio de nuestras profesiones u oficios. O, peor aún, confinarnos en un limbo legal como Guantánamo.

En 1989 pensábamos que había terminado 1984. Que quedaban resacas de regímenes orwellianos en países aislados, como Corea del Norte y Cuba, y que el comunismo, o el socialismo científico, sólo hallaba consuelo en China. Que la libertad, honrada con la caída del Muro de Berlín, iba a ser la base de la seguridad. Que los conflictos iban a resolverse mientras calaba hondo la globalización y que, frente a sus beneficios, las fronteras iban a desdibujarse en un sistema de democracia y de capitalismo liberales en el cual no iban perder su esencia los pilares del socialismo utópico, como el empleo, la salud y la educación.

Desde 2001, con la caída de las Torres Gemelas, el proyecto o el sueño no se desplomó, pero tampoco salió ileso. Dos años antes, Blair había actuado en Kosovo como quiso hacerlo después en Irak: convenció a los norteamericanos de que desplegaran sus tropas y a los europeos de que prestaran su consentimiento.

En 1999, las razones eran otras; eran la defensa de los derechos humanos y de la dignidad humana, no la presunción de culpabilidad de un tirano como Saddam Hussein que, por nefasto que fuera, no poseía armas de destrucción masiva ni había tramado atentados en el exterior con Osama ben Laden. Esa misma presunción de culpabilidad terminó con la presunción de inocencia y, con la ley de Blair, cobró forma en una sociedad no regida por una dictadura, sino por una democracia.

En 2003, cuatro años después de Kosovo, dos años después de los atentados en Nueva York, con la guerra contra el régimen talibán en Afganistán como marca reciente, Blair coronó su cruzada orwelliana con la expansión, más que la defensa, de los valores y las instituciones occidentales. En George W. Bush, más allá de la relación especial entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, encontró un socio al que, a los ojos de Europa, era el único capaz de hacerlo recapacitar. O hacerlo volver a sus cabales.

El acuerdo entre ambos rozó, en muchos casos, los límites de instituciones concebidas para el bien común, como las Naciones Unidas. En sus fueros íntimos, Blair y Bush sabían que la guerra no era el único camino para fomentar la democracia en Irak. Saddam, sobre el cual pesaban las peores opiniones, no cumplió con su parte del trato: no poseía armas de destrucción masiva, no había tramado atentados con Ben Laden y, una vez iniciado el desembarco de las tropas, no cometió crímenes contra su pueblo ni hizo volar pozos de petróleo.

Con dictadores así, refugiados en madrigueras hasta entregarse mansamente al enemigo, la hazaña se redujo a un asiento contable. Y la democracia, cual salvaguarda de la libertad y la seguridad, cobró mala fama en sociedades en las cuales nunca ha gozado de buena salud. El discurso, pues, no se centró en expandir los valores y las instituciones occidentales, sino en optar por la preferencia entre vecinos con un sistema o con el otro.

Los vecinos con la democracia como sistema son menos peligrosos que los vecinos bajo el yugo de una dictadura. No sólo para nosotros, sino, también, para ellos. ¿Cómo ayudarlos? He ahí, el dilema moral entre la libertad y la seguridad, así como entre el respeto y la soberanía. No es lo mismo derrocar a Adolf Hitler que a Slobodan Milosevic, ni es lo mismo derrocar a Salvador Allende que a Fidel Castro. No es lo mismo lidiar con Irak que, después de la guerra, con Irán y Siria en un frente común. Tampoco es lo mismo una agenda electoral cargada de miedo por atentados concretos contra el territorio propio, como en los Estados Unidos de Bush, que una agenda electoral cargada de miedo por atentados desbaratados, como en la Gran Bretaña de Blair.

La guerra contra Irak llevó a extremar las medidas de seguridad en el Reino Unido: desde 2001 fueron detenidos por las fuerzas de seguridad más de 600 presuntos terroristas, de los cuales menos de 100 resultaron acusados; sólo 15 recibieron condenas.

La libertad, sometida a dieta por medidas cada vez más restrictivas, pasó a ser una utopía tan negativa como el mundo que Orwell pudo imaginar y que Blair, concentrado en ganar un tercer mandato, debió vivir.



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