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Política

Taco y media suela

El retiro de las tropas de Irak responde a los deseos de los españoles, pero también responde a los del terrorismo Hubo un tiempo en el que había tiempo. Tiempo para asimilar nuevas realidades. Nuevos paradigmas, sobre todo. Como la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. Desde entonces, o desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, transcurrió la llamada década boba. Hasta el 11 de septiembre de 2001, más allá de conflictos, guerras, violencia, corrupción, mentiras e injusticias, la premisa era la metáfora de Francis Yukuyama: el fin de la historia. Es decir, la expansión global de la democracia política y de la libertad económica. Había tiempo, en ese tiempo, para asimilar neologismos absurdos como limpiezas étnicas, bombardeos higiénicos y daños colaterales. No imperaba todavía una jihad, o una guerra santa, en la cual, dos guerras preventivas después de la voladura de las Torres Gemelas, el margen de maniobra frente al terrorismo iba a hacerse estrecho, cual callejón hacia el suburbio de la duda. Tan estrecho iba a (leer más)

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Yo me bajo en Atocha

Antes de los atentados, la seguridad era el bien más caro y más perecedero del mundo; ahora, parece inalcanzable De tanto olfatear sin suerte armas químicas y biológicas en Irak nos olvidamos de otras, las convencionales, vilmente disimuladas en mochilas corrientes antes de detonar en las entrañas de trenes repletos de gente de a pie. Nos olvidamos de los arsenales nucleares que proliferan en países aliados, no enrolados en el eje del mal, cuyos líderes dan frecuentes palmadas en los hombros de George W. Bush. Y nos olvidamos de los secretos que el científico paquistaní Abdul Qadeer Khan, padre de la bomba atómica islámica, supo transmitir a gobiernos poco confiables, como Irán, Libia y Corea del Norte. Nos olvidamos del 11 de septiembre de 2001, como si el calendario se hubiera detenido sólo en los Estados Unidos por capricho de Bush. Nos olvidamos de los traumas del día después, empezando por el miedo y la inseguridad. Y nos olvidamos de la mayor amenaza del planeta, Saddam Hussein, por la cual, a falta de un Osama (leer más)

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Me duele si me quedo y me muero si me voy

En el gobierno norteamericano despertó tanta ilusión la intervención en Haití como un tratamiento de conducto. Frente al slogan demócrata ABB (Anybody But Bush, cualquiera menos Bush), otro desplazamiento de tropas, sin indicios de terrorismo ni de petróleo, lejos estaba de ser una prioridad. Era, más que todo, un compromiso ineludible por la cercanía geográfica frente a la incapacidad de Aristide de sofocar el caos hasta las elecciones de noviembre. De ahí, la elegante invitación de Powell: te vas o te matan. Au revoir, Aristide, por segunda vez en su historia, rumbo a un exilio menos dorado que Nueva York en los noventa. Pagó el precio de haber hecho trampa en las elecciones de 2000 con la moneda más corriente de las democracias latinoamericanas: la abrupta interrupción de los períodos presidenciales frente a la impotencia de instituciones débiles, como los congresos y los tribunales, para contener insurrecciones populares. En boca de otro ex, Sánchez de Lozada, el precio del neoparlamentarismo. Expresado, en la Argentina de De la Rúa, con las cacerolas batientes y, cual bis, (leer más)

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El juego del rol

Con los papeles alterados a raíz de la guerra, Bush adoptó una posición opuesta a la de Chirac, que después cambió Detrás de Haití apareció Irak. O la resaca del choque de opiniones en el Consejo de Seguridad revalidada en una opción: ¿terciar o no terciar? El gobierno de Jacques Chirac, a diferencia de su alergia a la guerra contra Saddam Hussein, se apresuró a proponer el envío de una fuerza multinacional capaz de restablecer el orden; el gobierno de George W. Bush, a diferencia de su aliento a la guerra contra Saddam Hussein, se apresuró a dejar todo librado a un arreglo entre las partes en conflicto. Después recapacitó: convino en plasmar un plan de intervención con Francia, Canadá, las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos (OEA), de modo de no pecar de indiferente. Ya había redondeado el mensaje que ha transmitido a América latina y el Caribe desde que algunos virus domésticos, contagiosos en su mayoría, regeneraron patologías políticas, sociales y económicas: tomamos distancia. Sobre todo, si el país o (leer más)

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Al mundo le falta un tornillo

El paradigma de la guerra, a diferencia de la amenaza soviética en la Guerra Fría, divide y descentraliza el poder real Uno, Bush, habla con tanta ligereza de la guerra como otro, Clinton, hablaba del ketchup, y otro, Kerry, habla con tanta ligereza de la globalización como uno, Reagan, hablaba de una de cowboys. El paradigma, eje de la carrera presidencial de los Estados Unidos, converge en una curva: la guerra. Una curva peligrosa en el camino de la globalización. O, en su momento, una irónica respuesta a la europea, extraña al tradicional idealismo norteamericano, al horror del 11 de septiembre, doblegando, y archivando, el papel unificador que ejerció la amenaza soviética durante la Guerra Fría. La amenaza soviética ha sido desplazada por la amenaza terrorista. Todos usan repelente contra ella, pero medio planeta, y me quedo corto, se pregunta si es peor el perro o la rabia. En la duda, sin más antibiótico que la rabia contra el perro, talla la diferencia. Uno, Bush, se ufana de ser el presidente de la guerra, por (leer más)

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Que se casen primero y se enamoren después

Powell dejó en claro que en los conflictos en los que talla Washington prima, casi siempre, la misma fórmula de resolución Nada nuevo ha dicho el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, en su primer mensaje de 2004. En ello radica la novedad: en que, contrariamente a lo que suponían algunos ingenuos, la política exterior de George W. Bush no se moverá de su eje, el poder duro (versión Joseph Nye), en tanto, agotado el poder blando, o las tácticas frecuentes de persuasión, los otros no se avengan a adoptar la agenda de los Estados Unidos. Marcada, desde 2001, por una cita impostergable: la lucha contra el terrorismo. El imperio se resiste a ser imperialista, pero, a su vez, actúa como imperio. ¿Qué significa esto? Que ejerce la diplomacia con más astucia y fortaleza que en otros tiempos, dejando en claro de entrada su visión unipolar, pero, al mismo tiempo, no desacredita la visión multipolar de los otros. La deja ser hasta que, agotado el poder blando, o la paciencia quizás, alguno de sus escuderos, (leer más)