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Francia, como antes en el Consejo de Seguridad, se muestra reticente a contribuir con tropas en un escenario indomable
En algún ensayo refleja el historiador Paul Kennedy la sorpresa de una anciana en la plaza del mercado de Cambridge. ¡Madre mía!, exclama. Creía hasta el 12 de septiembre de 2002, un año y un día después de los atentados terroristas en los Estados Unidos, que las Naciones Unidas sólo servían para ayudar a los pobres de África. Con su precipitada declaración de guerra contra Irak, George W. Bush estaba iluminándola, subrayando ante la Asamblea General que era necesario exterminar dictadores, o plagas, como Saddam Hussein: ¿Las Naciones Unidas serán irrelevantes?, preguntó con tono de desafío.
A los oídos de varios embajadores, entre ellos los latinoamericanos, el desafío con tono de pregunta de Bush no sonaba convincente. Ni se sostenía: Corea del Norte era más peligrosa que Irak por el desarrollo de su arsenal nuclear y Arabia Saudita estaba más cerca de Al-Qaeda, o de Osama ben Laden, que el régimen del tirano prófugo. Ningún otro, sin embargo, había empleado armas químicas contra sus vecinos y contra su pueblo, ni había violado con tanta puntualidad, y alevosía, las resoluciones del Consejo de Seguridad.
Bajo los pies de Bush no temblaba la tierra, pero comenzaba a abrirse una grieta. En especial, con aquellos gobiernos que, como el francés y el alemán, no concebían la injerencia en otros países, más allá de que el fin justificara los medios. La existencia de las armas químicas, quizás. O la sustitución de un régimen perverso por uno aliado, de modo de tender la alfombra hacia un mosaico de democracias en el mundo árabe. O la apetencia por las reservas de petróleo. O el afán de legitimar la defensa propia, alegando el uso de la fuerza como prevención ante una amenaza concreta.
En los miedos desatados, o despertados, por la tragedia del 11 de septiembre de 2001 calzó la cuña ideológica, no necesariamente estratégica, de hallar en las Naciones Unidas un pretexto más categórico, e imperativo, que ayudar a los pobres de África. En casa, el Capitolio había apurado la aprobación de la ley de patriotismo. Paradójica en su esencia: el gobierno del país más libre y democrático del mundo restringía las libertades con tal de protegerlas y, a su vez, emparejaba riesgos externos con riesgos internos. Es decir, Ben Laden y Hussein quedaban a la altura de Timothy McVeigh, autor de la voladura del edificio federal de Oklahoma.
Paradójica en su esencia vino a ser, también, la disyuntiva planteada por Irak: el gobierno del país que más dinero destina a gastos militares no pudo hacer solo la guerra. Y recurrió a una coalición que, seamos realistas, no adhirió a la causa por pura solidaridad ni por asimilación espontánea de los riesgos ajenos y, si cuadraba, propios, sino por especulaciones frente a un nuevo orden.
En Gran Bretaña, en medio de la investigación del juez lord Hutton sobre la extraña muerte del experto en armas David Kelly, garganta profunda de la BBC, sobre Tony Blair pende la duda sobre sus motivos para embarcarse en la guerra: si creyó en la ecuación del terrorismo auspiciado por el Estado granuja (rogue state en el léxico furibundo de Robert Kagan, director del Proyecto Liderazgo Estadounidense en el Carnegie Endowment for International Peace) o si, asumiendo los miedos ajenos como propios, alteró sus prioridades.
En ese caso, la estrategia primó sobre la ideología. O se aprovechó de ella: sus vecinos europeos necesitan que él, más que otros, selle la grieta que se ha abierto en el Atlántico. Y Bush, también consciente de que solo no puede hacer la guerra ni la paz, necesita, también, que él, más que otros, selle esa grieta.
¿Blair for president? Broma. Sería más incómodo para Bush, en principio, que un precandidato demócrata como el general Wesley Clark, medicina de su medicina con las estrellas de haber dirigido la alianza atlántica (OTAN) en Kosovo, frente a una economía que tambalea por la pérdida de puestos de trabajo, una posguerra con más bajas que la guerra (en Vietnam se decía que debían destruir una aldea para salvarla) y un descrédito internacional que, según la oposición, está vinculado con la ideología, no con la estrategia. Por omisión de la estrategia, tal vez.
Si fuera por Kagan, los Estados Unidos deberían actuar por sí mismos: la realpolitik se basa sobre la ley del más fuerte. Teoría que no admite, al parecer, la vieja Europa de Jacques Chirac y de Gerhard Schröder, anclada en un orden multilateral que se lleva fatal con la guerra entre el bien (nosotros) y el mal (los otros). Y con las urgencias (de nosotros, no de los otros). Próxima a profundizar la grieta si encabezan otra cruzada contra Bush en las Naciones Unidas, negándole tropas, sin recibir a cambio autoridad en Irak, con tal de que los soldados norteamericanos regresen en febrero o en marzo.
En la impotencia del Consejo de Seguridad afloró la diferencia entre el ratón político (la vieja Europa) y el elefante bélico (los Estados Unidos), vislumbrada en Bosnia y en Kosovo. ¿Qué hubo detrás? Un mensaje: olvídense de la igualdad. Y olvídense, entonces, de la premisa inicial del gobierno de Bush: reconstruir Estados fracasados del inframundo. Algo así como ayudar a los pobres de África. Sin necesidad de recurrir a las Naciones Unidas, empero. Ni de recordar a Roosevelt: aconsejaba hablar con mesura cuando uno lleva el gran garrote.
Los atentados terroristas en los Estados Unidos expusieron sin anestesia las consecuencias deplorables, o brutales, de la desigualdad en todos los órdenes. No atenuada por la globalización. En crisis desde las revueltas contra la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 1999, en Seattle. En crisis, en realidad, desde que Bill Clinton, no Bush, comenzó a cuestionar el multilateralismo como acople de la exportación masiva de libertades económicas y democracias representativas.
En esas condiciones, las Naciones Unidas no eran más que una burocracia que, con suerte, iba a ayudar a los pobres de África. El enfoque unilateral, caro al entorno de Bush, no es una rareza. Ha sido acuñado y aceptado, en cierto modo, por aquellos que, después, han renegado de él. ¿Por qué, si no, Europa llamó a los Estados Unidos, o al general Clark, mientras Slobodan Milosevic masacraba albaneses en Kosovo? ¿Por qué, si no, cada economía en bancarrota llama a los Estados Unidos con tal de que intervenga ante el Fondo Monetario? Porque asumen su liderazgo, creo yo. Y porque, como ellos, no pueden solos.
La fuerza radica en la forma de aplicar el poder. O en la forma de interpretar cada gesto: Bush, después de Afganistán y en medio de Irak, ya no es el mismo. O pretende no ser el mismo. Sin mostrarse débil, por consejo de Donald Rumsfeld, abre el juego, por consejo de Colin Powell. No cede del todo, empero: Chirac pide un calendario y recibe como respuesta la necesidad de rotar tropas. El Consejo Gobernante de Irak, elegido por los norteamericanos, lejos está de controlar el caos.
La agenda antiterrorista ha desnudado la trama. La anciana de Cambridge entendió, finalmente, que las Naciones Unidas no sólo sirven para ayudar a los pobres de África. Los otros entendieron que, más allá de la inexistencia de las armas químicas (el sustituto de Hans Blix, Demetrius Perricos, se dio por vencido después de inspeccionar 500 sitios probables), más allá de la falta de nexos entre el depuesto Saddam y Al-Qaeda (Bush admitió que no existen), hubo una guerra con quórum escaso, o sin él, en la cual primaron la ideología de uno y la estrategia de los demás. Y entendieron, también, que los soldados norteamericanos, aislados en trincheras y en barricadas ante la amenaza de nuevas represalias, están solos y no pueden hacer la paz. ¡Madre mía!, exclaman en África.
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