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Derrotado el régimen talibán, Arafat está en la disyuntiva entre convalidar la política de Sharon o combatir el terrorismo
Tropezó el chico y lanzó un alarido; la montaña tosió un sonido casi idéntico. Gritó de nuevo y, de nuevo, estalló la réplica. Casi idéntica. Pero, a la vez, más ruidosa, menos clara, disipándose en réplicas sucesivas hasta la hondura del silencio. El chico miró a su padre, asombrado. ¿Qué era aquello? El eco, hijo. O, acaso, la vida misma. Que devuelve todo lo que uno dice o hace.
En el eco del silencio, o de la indiferencia, ha caído Yasser Arafat, tosiendo impotencia frente a las réplicas, y las advertencias, de Ariel Sharon. Con el inconcebible récord mutuo de poco menos de 1000 muertos, palestinos en su mayoría, en poco más de 14 meses. Los muertos y los meses de la renovada intifada (sublevación), desde el 28 de septiembre de 2000, como grabado de la lápida bajo la cual descansan los restos del acuerdo de paz de Oslo, rubricado el 13 de septiembre de 1993 con el finado Yitzhak Rabin.
Curiosa coincidencia con la publicación en Foreign Affairs, en el verano boreal de ese año, de la primera versión del artículo en el que Samuel Huntington postuló que la fuente principal de pelea en el nuevo mundo no iba a ser ideológica ni económica, sino cultural. Las líneas de ruptura entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro, decía.
¿Estamos viviendo, finalmente, el choque de civilizaciones, versión Huntington, o, tal vez, el fin de la historia, versión Francis Fukuyama, réplica uno del otro? En parte, uno; en parte, el otro. En parte, George W. Bush y Tony Blair han procurado despojar de todo contenido cultural el eco de la represalia contra Osama ben Laden y el régimen talibán, de modo de no precipitar otro eco, aún peor quizás, en el cual la religión pesara más que la ideología y la economía. Sobre todo, en países de raíz musulmana que, por formación distinta, ven con un solo ojo, como el mullah Omar, la democracia, la libertad y, en general, los valores occidentales, por más que hinquen el diente en un Big Mac y calcen un par de Nike.
Cobra eco, entonces, la pregunta que formuló Huntington en su momento: «¿Usted qué es?» Reedición de los conflictos de clase: «¿De qué lado está?» Que zumba que te zumba en los oídos de Arafat. En un escenario montado sobre los escombros del 11 de septiembre en el cual no supo hallar su lugar. O no quiso. O no pudo. O, como fuere, no ha mostrado un solo gesto conciliador con tal de evitar masacres propias y ajenas hasta la detención domiciliaria del jeque Ahmed Yassin, líder espiritual del Movimiento de la Resistencia Islámica (Hamas). Punta de lanza de la intifada.
No hay árbol que el viento no haya sacudido: el sauce se tuerce y se despeina, pero se mantiene en pie; el roble, más robusto, se quiebra y se cae. Arafat, sacudido por las réplicas, o los ecos, de una violencia que no supo, no quiso o no pudo detener, flamea entre el sauce y el roble. Sacudido, también, por un vendaval desfavorable que arrastra las esquirlas de Kandahar, con la rendición del odioso, y retrógrado, régimen talibán.
Lejos de la salida, Arafat lidia en su laberinto con patrones súbitamente alterados desde los atentados en los Estados Unidos. Con un aliado como Ben Laden que, cual ancla atada al tobillo, escaso, o nulo, favor pudo hacerle con su prédica por la creación del siempre postergado Estado Palestino. Y con un bloque compacto, capitaneado por Occidente, en el cual confluyen Rusia, Paquistán, la India y China, entre otros, cual réplica, o eco, contra todo refugio, dinero y respiro de terroristas en los 189 países enrolados en las Naciones Unidas.
Son dos conflictos en un instante: Medio Oriente y Afganistán. Y, al mismo tiempo, dos dilemas en uno: Arafat está cercado entre la disyuntiva de convalidar la política de asesinatos selectivos de Sharon, entregando cabecillas de grupos extremistas, o buscar amparo en la indiferencia, o el silencio, dando una señal de complicidad con ellos.
Es la disyuntiva de militar en un bando mayoritario, abrazado por países árabes que consideraban El Gran Satán a los Estados Unidos, como Irán, o en el otro, minoritario, abrazado por aquellos que creyeron que los ataques de Saddam Hussein contra Israel, durante la Guerra del Golfo, eran la réplica, o el eco, contra la presencia del enemigo en la región.
Añorar el pasado es como correr tras el viento. Que tuerce, pero no rompe, al parecer, las tribulaciones de un viejo halcón que enfrenta a otro viejo halcón. La suela de su zapato. El recuerdo tormentoso de las matanzas de refugiados palestinos en Sabra y en Chatila, en septiembre de 1982, mientras Sharon era ministro de Defensa. Y, del otro lado, de soldados israelíes al este del canal de Suez, en octubre de 1973, como consecuencia de una embestida sorpresiva de las tropas epipcias de Anuar El Sadat. Son el grito y el eco, juntos, sin más réplica que ojo por ojo, bomba por bala.
De tal magnitud ha sido el cambio, sin embargo, que rompió, y torció, paradigmas. E hizo que el gobierno de Bush soslayara cuentas pendientes, como el respeto a los derechos humanos en China o la rivalidad con Rusia, con tal de sumar aliados, y compromisos, contra el terrorismo. La coalición, no obstante ello, durará tanto como la captura, o la muerte, de Ben Laden y la desarticulación de la red Al Qaeda. O, al menos, la virtual desaparición de la amenaza. Remota, por cierto.
Tan remota como la solución del problema, o la traba madre, de Medio Oriente: el final de la ocupación de los territorios, aducido por los palestinos como condición sine qua non, significaría la virtual extinción del Estado de Israel.
Sharon gobierna, pero no reina, mientras intenta preservar su coalición política. Ni cuenta con venia plena de los Estados Unidos, mediador a distancia en el conflicto, para eliminar a Arafat y compañía de la faz de la Tierra. La paz, según sus palabras, es tan dolorosa como la guerra.
Arafat no reina ni gobierna mientras intenta preservar su cuota de poder. Ni cuenta con venia alguna de los Estados Unidos, salvo para crear el demorado Estado, en su delicado zigzag entre la complacencia con grupos terroristas como Hamas, la Jihad Islámica y Hezbollah, financiados por benefactores de Qatar, Arabia Saudita, Jordania y los Emiratos Arabes Unidos, y el papel de víctima que ejerce cada vez que asoma la cabeza.
Tropezó ahora, como el chico que iba con el padre, y lanzó un alarido; la montaña tosió un sonido casi idéntico. Gritó de nuevo y, de nuevo, estalló la réplica. Casi idéntica. Pero, a la vez, más ruidosa, menos clara, disipándose en réplicas sucesivas hasta la hondura del silencio. Silencio que comienza a devolverle lo que dijo y lo que hizo. O, acaso, lo que no dijo y lo que no hizo. Como la vida misma.
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