Demasiado al Este es Oeste




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La Argentina y otros países han reforzado la seguridad en las instituciones judías por temor a una expansión de la intifada

Todo árabe se jacta, desde Las mil y una noches, de dos méritos con su vecino: ser árabe y ser vecino. Siempre y cuando no se llame Yasser Arafat, al parecer, tildado de caradura por el gobierno de Ariel Sharon después de haber hecho alarde de su compromiso con el proceso de paz y con los acuerdos firmados con los sucesivos primeros ministros de Israel. Como si sólo fuera víctima de la crueldad ajena. Un ángel entre duendes. Incapaz de sofocar las represalias por la intifada. O de huir de su propio espejo.

Superado, en realidad, por el pasado que vuelve: desde la clandestinidad, los líderes de la Brigada de los Mártires de Al Aqsa, rama de la organización Al Fatah, fundada por él mismo, prometen ataques contra blancos judíos, o norteamericanos, más allá de los límites de Medio Oriente, siempre difusos, mientras el terrorista más buscado del mundo, Osama ben Laden, autor de las voladuras de las embajadas de los Estados Unidos en Kenya y en Tanzania, en 1998, y del hundimiento del destructor Cole en las costas de Yemen, en 2000, promete ataques contra blancos norteamericanos, o judíos, en cualquier sitio.

Exaltados los ánimos, y las ánimas, por los ocho palestinos muertos el martes como consecuencia de los tres cohetes inteligentes lanzados por helicópteros de bandera israelí contra el cuartel general del Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas), en Nablus, al norte de Cisjordania. Réplica, a su vez, por haber ordenado varios atentados contra israelíes desde que comenzó la sublevación palestina, el 28 de septiembre de 2000, y por planear otros.

En 10 meses de intifada nunca habían ido tan lejos las fuerzas israelíes, matando políticos en lugar de terroristas. Por más que unos respondan a otros. Sharon justificó el ataque: dijo que había salvado la vida de cientos de compatriotas. Ojo por ojo y terminaremos ciegos. En los funerales de los palestinos, multitudinarios, primó la guerra santa islámica (Jihad), o la venganza, como oración, y el fundamentalismo, o el terrorismo, como credo.

Un juramento y una traición: no respetar el cese del fuego y desoír, de ese modo, los votos de paz de Arafat después de haberse reunido con el papa Juan Pablo II y con el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, mientras dejaba entrever que Sharon rechaza el Plan Mitchell (tregua precaria propuesta por un panel presidido por el ex senador norteamericano de apellido homónimo) y la presencia de observadores internacionales, salvo que sean de la CIA, en el foco de la crisis. Del cual George W. Bush, a diferencia de Bill Clinton, permanece tan distante como la Luna del Sol en tanto no afecte los intereses estratégicos de su país.

No jubilada de olvido, la Argentina vivió el espanto con los atentados contra la embajada de Israel, en 1992, y contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en 1994. Pendiente, o dependiente, desde entonces de la hipótesis de un tercer atentado. Razón por la cual, sin amenazas concretas, ha sido reforzada la seguridad en las institutiones judías, así como en las embajadas de los Estados Unidos, de Gran Bretaña y de otros países, en coincidencia con la celebración del Congreso Judío Mundial en Buenos Aires.

Sharon y compañía están dispuestos a seguir con la cruzada contra los terroristas y sus cabecillas. Y Arafat, entre la espada y la pared, procura volcar a su favor la opinión pública del exterior, de modo de demonizar al gobierno del Likud y sacar partido de ello. Pero, en el medio, pierde tiempo, y vida, sin poder militar, o de réplica, y sin poder barajar, y dar de nuevo, en un conflicto en el cual pierden todos.

Perdemos todos, convengamos. Con los miedos apurados, y depurados, por atentados in vitro y muertes in pectore por los cuales montan guardia los rencores. En un momento no precisamente calmo en la Argentina, sin ir más lejos, con el riesgo país como riesgo madre de nuestra intifada de piquetes y de chicanas. Por la cual somos víctimas, como Arafat, de las oportunidades perdidas. O nos encanta serlo, según el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Paul O’Neill.

Estigma frecuente en Medio Oriente, en donde la culpa suele ser del otro. Con la moraleja perversa, en nuestro caso, de haber tenido un presidente de raíces musulmanas, convertido al catolicismo, que ha entablado en la última década relaciones profundas, o carnales, con los Estados Unidos. Y de haber recibido como estímulo, o consuelo, el título de aliado mayor extra-OTAN.

Nada de malo. Pero en la mente de un integrista, disparatada por el simple hecho de creer más en la violencia que en el diálogo, no cabe otra asociación que no sea una virtual alianza con intereses judíos. Más allá de que Israel, justamente, haya reclamado en infinitas ocasiones el pronto esclarecimiento de los atentados que sufrió en suelo argentino. Aún en la nebulosa. O entre los escombros.

Demasiado al Este es Oeste, pues. Con el peligro que entraña la intifada y, como temen los líderes árabes, su regionalización. O, con locos sueltos como Ben Laden y los otros terroristas, su globalización. Concentrado Bush en su escudo antimisiles sin prevenir las causas de su mera existencia, curiosamente. Ni identificar el enemigo en sí, afecte los intereses estratégicos de su país o no.

¿Qué predicamento tiene el secretario de Estado norteamericano, general cinco estrellas Colin Powell, crítico de la agresión israelí, si Sharon insiste en su dureza, más preocupado por el uso de términos inapropiados en los medios de comunicación, como política de eliminación y asesinatos selectivos, que por la sangre prometida por grupos encolerizados que, con loas a Alá en los labios, son capaces de derramar la propia?

Los israelíes culpan a los palestinos y los palestinos culpan a los israelíes. Arafat, según Raanan Gissin, vocero de Sharon, es el mayor de los caraduras: abrió el fuego y no dejó de disparar un solo día. Le correspondería detener las hostilidades, entonces, pero su gente, cada vez más renuente a acatar órdenes de él, desconoce su autoridad.

¿Hasta qué punto? No digas todo lo que sabes, no hagas todo lo que puedes, no creas todo lo que oyes, no gastes todo lo que tienes, porque el que dice todo lo que sabe, el que hace todo lo que puede, el que cree todo lo que oye, el que gasta todo lo que tiene, muchas veces dice lo que no conviene, hace lo que no debe, juzga lo que no ve y gasta lo que no puede.

En esos proverbiales zigzags transita Arafat. Con dos méritos: ser árabe y ser vecino. Sin dar bienes ni, a falta de ellos, corazón, como mandan los sabios, sino, políticamente correcto, apenas lástima mientras la comunidad internacional, sin sustituto para la experiencia desde Las mil y una noches, parece esperar que el espejo se rompa, y desencadene siete desgracias, para decir adónde debía estar colgado.



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