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El régimen de Ahmadinejad puso en un aprieto a la comunidad internacional con su afán de contar con armas letales
Desde la muerte del ayatollah Khomeini, los Estados Unidos dejaron de tener certeza sobre las intenciones de Irán. Las intenciones reales, digo. Varió menos el discurso que el método: a rachas, amenazante; a rachas, conciliador. Fue confuso siempre, de modo de evitar la disuasión como réplica ante la mera sospecha de haber participado, o encubierto, atentados terroristas. O, inclusive, boicots contra procesos cruciales, como las negociaciones de paz en Medio Oriente. Una política exterior errática calibró cada reacción con precisión milimétrica. Y evitó, a veces en el límite, la confrontación.
La evitó hasta que la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) descubrió que los mullahs procuraban adquirir la capacidad de enriquecer uranio y aislar plutonio, fórmula básica para producir armas nucleares. El razonamiento quiso ser sencillo. Primitivo, tal vez: si Israel logró estar más pertrechado que potencias de mayor porte gracias a ustedes, los Estados Unidos, por qué no yo. Es decir, por qué no Irán, comprador, al igual que Libia y Corea del Norte, de los secretos del principal científico nuclear de origen paquistaní, Abdul Qadeer Khan.
La ansiedad estuvo controlada hasta la victoria de Mahmoud Ahmadinayad en la segunda vuelta de las elecciones de mediados de 2005. Desde entonces, los mullahs duros avasallaron a los mullahs pragmáticos. Ya no hubo necesidad de calibrar cada reacción del exterior, proviniera de los Estados Unidos o del UE3 (Gran Bretaña, Francia y Alemania). Ni hubo necesidad de ocultar nada gracias a un discurso, particularmente ofensivo contra Israel, que coincidió con el déficit creciente de la guerra contra Irak a raíz de sus víctimas y de sus incertidumbres.
Esa rama dura del clero, nutrida de los defensores de la revolución islámica emprendida por Khomeini en 1979, nunca perdió el control del Consejo de Guardianes (custodio de la Constitución) y de grupos de choque, como las guardias revolucionarias y las bandas islámicas del Ansar-e-Hezbollah. Huérfana de liderazgo desde la muerte del ayatollah, en 1989, trazó su propio eje del mal: el imperialismo (de Occidente, en general), el sionismo y el despotismo (de las monarquías árabes). En resumen, la enemistad con el Gran Satán, como llamó a los Estados Unidos el tirano depuesto Saddam Hussein, sunnita, también rival de Irán, dominado por chiitas.
La otra rama del clero, la pragmática, tampoco comulgó con los Estados Unidos, pero, al menos, apeló a la apertura hacia Rusia, China y la Unión Europea en lugar de obstinarse en la cerrazón, más allá de las desconfianzas que generaron los derrocamientos sucesivos de los regímenes de Afganistán y de Irak en las guerras preventivas que entabló Bush como consecuencia de la voladura de las Torres Gemelas. Entre dos fuegos, Ahmadinayad se inclinó por aquel que bendijo su fundamentalismo.
En un mundo guiado por un líder radical como Bush, capaz de invadir un país desarmado como Irak y de no pisar uno armado como Corea del Norte, Irán decidió ignorar las advertencias ante la mera posibilidad de que, como tercera pata del otro eje del mal, fuera un eventual escenario bélico. Lógica no faltó, sino, más que todo, racionalidad.
En el ideario de los mullahs duros, el virtual programa nuclear significa autonomía. Y autonomía, a su vez, significa supervivencia. La supervivencia de la república islámica, no garantizada por la política de contención tímidamente expuesta por los pragmáticos. Si no, la esencia del nacionalismo correría el riesgo de disgregarse.
Ahmadinayad, supervisado por el régimen clerical de facto, no cuidó las formas. Estaba decidido a impedir intromisiones en su país. Advertido sobre su posible triunfo en las elecciones, Bush permitió en febrero de 2005 que el UE3, tras un acuerdo precario que alcanzó tres meses antes, negociara incentivos económicos y de seguridad a cambio de cancelar el programa nuclear. Desairó con ello al vicepresidente Dick Cheney y al jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, convencidos de que Irán debía ser aislado, pero recompuso las relaciones con Francia y Alemania, dañadas por haber rechazado la guerra contra Irak.
En la cabeza de Ahmadinayad jamás entraron los valores occidentales. En alguna ocasión dijo que no habían hecho una revolución para tener una democracia. De corte liberal, en principio. En otra ocasión dijo que los europeos debían bajar de su torre de marfil. Hizo valer el Tratado de No-Proliferación Nuclear (TNP), del cual es miembro su país, razón por la que tiene el derecho de desarrollar energía nuclear con fines pacíficos. ¿Fines pacíficos? Rompan todo; pago yo.
Tras la caída de Hussein, varios clérigos y guardias revolucionarios iraníes cruzaron la frontera de Irak, o del caos, con el firme propósito de exaltar los ánimos de la mayoría chiita, antes dominada por los sunnitas. Y repeler a los invasores, desde luego.
En parte, los Estados Unidos y la Unión Europea contribuyeron a la radicalización de Irán desde la década del noventa: unos, enérgicos, apelaron a la coerción con severas sanciones económicas; los otros, piadosos, fomentaron las relaciones comerciales.
Frente a ello, Irán se recostó en la Unión Europea en contra de los Estados Unidos mientras, en los sótanos, los mullahs duros diseñaban en forma clandestina su programa nuclear. ¿Malicia contra milicia? La ambigüedad pasó a ser la tónica de la política exterior hasta que hallaron en Ahmadinayad el tono de voz adecuado para defender la pretendida autonomía, capaz de poner en peligro al mundo todo.
Bush confió en los europeos. Desde la presidencia de Ronald Reagan, todo gesto de los Estados Unidos a Irán terminó debilitando al gobierno de turno. Bill Clinton, por ejemplo, tentó fortuna con un acercamiento al ex presidente moderado Muhammad Khatami. No tuvo éxito. Por la reacción inmediata de los mullahs duros, Irán escogió garrotes (castigos) y desechó zanahorias (estímulos). Las despreció, en realidad.
Y cerró todas las puertas hacia la certeza sobre sus intenciones. La intenciones reales, digo, a punto de superar el límite de la paciencia. O de la confrontación.
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