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Gente de toda laya y nacionalidad tiende a creer, como Woody Allen, que tiene más problemas que el resto del mundo
Errores cometemos todos. Que tire la primera piedra quien no haya tecleado alguna vez la contraseña del cajero automático en el microondas. ¡No tan fuerte, por favor! La experiencia ayuda a cometer errores nuevos en lugar de repetir los viejos. Es la gracia de los errores: siempre son originales. Pero hay errores y errores. U horrores. Son aquellos por los cuales pueden pagar tanto sus autores como otros que, sin arte ni parte, se ven involucrados en situaciones embarazosas. O desastrosas. Como los pasajeros del Titanic.
A esos errores, y sus primas hermanas las omisiones, apuntaba un diplomático norteamericano retirado, frente a un grupo de camaradas en idéntica situación, mientras planteaba un desafío a la buena memoria con una pregunta de sobremesa en un club privado de Washington: «¿Cuál ha sido para ustedes el error o la omisión del año?», inquirió, abriendo el juego.
Era una pregunta con trampa. Todos pensaron al principio que hablada sólo de los Estados Unidos. Y, entonces, uno de los diplomáticos corrió el pocillo de café, medio lleno o medio vacío según los ojos que repararan en él, y arriesgó una respuesta: «Que Al Gore haya renunciado al legado de Bill Clinton, creyéndose capaz de ganar las elecciones por sí mismo».
Bien. Pudo ser el error del año, así como el apuro de Gore en concederle la victoria a George W. Bush y, poco después, el apuro en rectificarse y en recontar votos hasta debajo de la almohada. Pero el juego del error, o de la omisión, con comensales que habían invertido parte de sus vidas en varios países, no podía empezar, y terminar, en los Estados Unidos, por más que sea el centro de gravedad de todo y de todos. «Deben ser más amplios, muchachos», dijo el virtual lanzador de la bola, fanático del béisbol.
Un año signado en sus comienzos por el eventual error del milenio en las computadoras tampoco debía estar signado exclusivamente por factores políticos. El error, o la omisión, pudo ser la trágica caída del Concorde, cerca de París, con la muerte de todos sus ocupantes. Pudo ser el rechazo de Vladimir Putin a las ofertas de asistencia del exterior mientras morían 118 hombres atrapados en un submarino ruso. O pudo ser la provocativa visita de Ariel Sharon, líder del Likud, a un sitio sagrado de Jerusalén para judíos y musulmanes, semilla de otra Intifada.
Pero uno de los diplomáticos, con un ojo en América latina, terció: «Vladimiro Montesinos (asesor de inteligencia de Fujimori) cometió el error del año por su falta de visión. Creía que, por haber colaborado con la CIA, podía desviar armas del Perú hacia las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) mientras los Estados Unidos invertían 1300 millones de dólares en el Plan Colombia».
Iba animándose la sobremesa. «El destino de un dictador con fachada democrática como Fujimori estaba cifrado», repuso otro diplomático. En especial, después del enojo que provocaron las trampas con las cuales obtuvo su tercera reelección. De espaldas a la Organización de los Estados Americanos (OEA) y a todos aquellos que se resistieron a ver medio vacío el vaso medio lleno.
Enojo que, en otras circunstancias y en otro continente, provocó Slobodan Milosevic: llevó a Yugoslavia a una guerra, por la violación de los derechos humanos en Kosovo, pero, finalmente, cayó frente a Vojislav Kostunica.
«Somos propensos a ver los errores después de las desgracias, como si el mundo fuera el Titanic –intervino otro diplomático–. ¿Por qué no pensar que nosotros mismos estamos cometiendo errores y omisiones, y que, por ellos, hemos recreado el antiimperalismo con el mote de antiglobalización? Lo vemos desde noviembre de 1999, en Seatlle, cada vez que hay un foro económico o político. No quieren cerrar las fronteras ni los mercados, pero tampoco quieren abrirlos demasiado. El error, creo yo, es no advertir los miedos de la gente».
Dio en la tecla (no del microondas), asintieron los otros. El miedo pisa los talones de la gente. El miedo a perder. Sobre todo, el miedo a perder el empleo. Y hundirse, por error o por omisión, en la pérdida de la identidad.
Como sucedió con el Titanic: «¿Un iceberg? –exclamó el comandante Lightoller, segundo oficial del barco que, según presumían en 1912, era el más moderno, grande, rápido, lujoso y seguro del mundo–. Los icebergs no llegan a estas latitudes.» Boxall, el cuarto oficial, insistió: «Le digo que sí». Caviló un momento Lightoller: «Me di cuenta de que golpeamos algo. ¿Un iceberg?». Boxall despejó sus dudas: «Tenemos agua en la cubierta F, señor».
¿Estamos a bordo el Titanic? En momentos de crisis, gente de toda laya y nacionalidad, no necesariamente argentinos con actitud de tango, tiende a creer, como Woody Allen, que tiene más problemas que los otros y, sobre todo, que no hay solución. Pasa en América latina. En Europa. En Asia. En África. En Oceanía. Hasta en los Estados Unidos, por más que el superávit fiscal prometa una década de bonanza económica.
En medio del oleaje del Atlántico, el capitán E.J. Smith, en su último viaje antes de retirarse, quería batir el récord de velocidad con el Titanic, entre Southampton, Gran Bretaña, y Nueva York, mientras un jugador de póquer pedía un trozo de hielo de la cubierta para su whisky. Y la orquesta seguía tocando. Un trozo de hielo, precisamente, había vulnerado esa misma noche los remaches del casco y el agua, bajo cero, comenzaba a colarse por el boquete.
Clinton notó en Seattle que los reclamos en contra de la globalización, como plegarias, deben ser atendidos. Que esa gente no abriga la utopía del Mayo Francés, ni la locura revolucionaria de los deslumbrados por las barbas de Fidel y del Che, ni un fin concreto. Está señalando un agujero en el casco de la globalización. Un iceberg en la proa. Como una amenaza y una advertencia a la vez. Algo así como la existencia del iceberg que el comandante Lightoller creía imposible.
Acaso el error o la omisión del año, coincidieron los diplomáticos, haya sido haber negado el iceberg. El peligro, en realidad. Desde la Ronda del Milenio de la Organización Mundial de Comercio, a fines de 1999, hasta la Cumbre de la Unión Europea, a comienzos de este mes, hubo protestas en cuanto foro internacional haya tenido los sellos del Fondo Monetario, del Banco Mundial o de las Naciones Unidas.
Es el miedo a perder, no la imaginación al poder. Lo cual refleja el estado de ánimo de una era. Que no sólo afecta a los países en vías de desarrollo, sino, también, a los desarrollados. Temerosos de una inundación de desempleados a medida que crezca el boquete (es decir, la brecha entre ricos y pobres) en forma proporcional con el aumento de la población.
Las omisiones pueden ser peores que los errores: nacen más chicos en el tercer mundo que en el primero. El microondas funciona con la contraseña del cajero automático. Pero no hay café que resista tanto tiempo de cocción. Y la orquesta sigue tocando. A pesar de la explosión.
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