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La ETA, amenazante después de haber levantado la tregua, ha cometido casi 800 crímenes en poco más de tres décadas

Justo el día en que el IRA hacía las paces con Irlanda del Norte, ETA reanudaba la guerra contra España. Ya no en el enclave vasco, sino, en forma potencial, en toda la península. Rompió de ese modo, el 3 de diciembre de 1999, la abstinencia unilateral de violencia que había declamado el 16 de septiembre de 1998. Tres meses después de haber asesinado en Rentería, Guipúzcoa, al concejal conservador Manuel Zamarreño. Muerte número 769 desde su primera víctima, el comisario de policía José Pardines, en 1968.

La tregua duró casi 18 meses. Lapso en el cual, por primera vez en poco más de tres décadas de cócteles molotov, coches bomba y tiros en la nuca, no hubo crímenes. ¿Era una tregua, en realidad? Era una trampa. Como en el truco, ETA mintió sin mostrar los naipes con tal de hacer vacilar al gobierno de José María Aznar.

Simuló afanes de paz tan falsos como un as de copas, ensalzados por su brazo político, Herri Batasuna (HB), remozado ahora como Euskal Herritarrok (EH), mientras, debajo de la mesa, rearmaba su inventario, afectadas sus filas por una inminente renovación generacional. Rearmaba, a su vez, un balance en el cual el resultado de cada atentado surge de la proporción entre kilos de explosivos (usó 2000 en los últimos seis meses) y tendales de muertos y de mutilados en su cruzada bestial por la independencia del País Vasco. Territorio de apenas 20.600 kilómetros cuadrados y poco más de dos millones de habitantes dividido entre el norte de España y el sur de Francia. Un pueblo chico, digamos.

El País Vasco tiene autonomía fiscal y fuerzas de seguridad propias. Pero un agente cada 135 habitantes no puede impedir la violencia. Sobre todo, por la ríspida convivencia entre la policía local, la policía regional, la policía nacional y la Guardia Civil. Un enjambre en el cual la policía nacional y la Guardia Civil, con 8000 efectivos y lazos con sus pares franceses, procura infiltrarse en ETA, defendida en forma discreta por los 7000 de la Policía Autónoma Vasca, Ertzaintza. Confundidos, a veces, en bataholas en las que caen policías, no terroristas.

La administración del País Vasco, cual Estado enano, depende básicamente del gobierno autónomo, de las diputaciones provinciales y de los ayuntamientos. El gobierno central, renuente a ceder mientras continúe la guerra, conserva la Seguridad Social, el Instituto Nacional de Empleo, las cárceles, los asuntos exteriores y la defensa.

ETA, al igual que el IRA, han sobrevivido a otras organizaciones terroristas de Europa, como Acción Directa en Francia y la Fracción del Ejército Rojo en Alemania. No por milagro, sino por consenso. Razón de ser, también, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o, en México, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). No existirían sin respaldo popular. Tanto político como económico.

El IRA, espejo en el que ETA ha sido proclive a reflejarse, rompió su tregua durante un año y medio hasta que, en diciembre, depuso las armas. ¿Sucederá lo mismo en España? El Acuerdo de Lizarra, del cual surgió el cese el fuego, equivale a la declaración que firmaron, en 1993, John Hume, líder católico moderado, y Gerry Adams, líder del Sinn Fein, fachada política de la banda terrorista irlandesa.

Euskadi Ta Askatasuna (ETA) significa País Vasco y Libertad. Pero en vascuence (euskera), la palabra eta sigla también significa “y”. ¿Nexo coordinante entre religión y tradición, e idioma y raza (no pueblo a secas)? Factores de diferenciación y de discriminación. Son las bases ideológicas del nacionalismo vasco, fijadas por Sabino Arana y Goiri, muerto en 1903, sobre dos pilares: Jaun-goikoa eta lagi-zarra. Es decir, Dios y leyes viejas. Que, entre finales de los 50 y comienzos de los 60, abrevó en el marxismo-leninismo, con los manuales de guerrilla urbana y de liberación nacional concebidos por Ho Chi Min y el Che, y deparó, como resistencia a la dictadura de Franco, el embrión de la utopía armada. Y desquiciada.

No todos los vascos van con ametralladoras, pero dos de cada tres quieren que la comunidad autónoma tenga más competencias (el status de Estado asociado, como Puerto Rico de los Estados Unidos) y cuatro de cada 10 apoya la independencia, según el Departamento de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco. Lo cual, en las elecciones, se traduce en votos para los nacionalistas, o separatistas, como el Partido Nacionalista Vasco (PNV), en el poder, en desmedro de los llamados españolistas, perros, traidores o invasores, como el Partido Popular (PP), de Aznar, y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), de Felipe González.

La violencia desconcierta. La escalada de ETA supone, al menos, una guerra de desgaste (war of attrition):mata hoy un militar en Madrid (el teniente coronel Pedro Antonio Blanco García), mañana un periodista en San Sebastián (José Luis López de Lacalle, columnista del diario El Mundo) y pasado mañana un concejal conservador en Málaga (José María Martín Carpena) o un dirigente socialista en Vitoria (Fernando Buesa Blanco).

Son datos contrastantes de una realidad no necesariamente lineal. ETA recluta voluntades, jóvenes en su mayoría, reinventándose a sí misma, y usa la imagen de los presos etarras cual bandera de reivindicación de su espíritu nacionalista.

El arresto de uno crea una serie de damnificados, entre parientes y amigos, que, por odio y por amor, termina abrazando la causa mientras, cara y ceca, una diáspora de empresarios y de políticos, aterrada por la furia etarra, vive en el exilio. En España, curiosamente.

Entre los vascos no hay uniformidad de criterios. Es una sociedad bilingüe con dos símbolos: la bandera vasca (ikurriña) y la española, y el himno propio (gora ta gora) y el otro, también propio. Nacionalistas y no nacionalistas son, por oposición, como no demócratas y demócratas, respectivamente. En Navarra, el nacionalismo no tiene predicamento; en el País Vasco francés es sólo simbólico. Prima en Guipúzcoa, no en Alava. Eje de sentimientos encontrados. Tampoco es lo mismo ser miembro de ETA que de bandas parapoliciales, como los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) o el batallón vasco español. Verdugos y víctimas, o viceversa.

El gobierno de González no acertó con la estrategia. Pactó con los nacionalistas vascos y, al mismo tiempo, coqueteó con ETA mientras aplicaba la represión policial. El dilema vasco, entonces, no era puro antifranquismo. Y la tregua, aireada por el PNV como la flecha que indicaba la paz como dirección única, no ha sido más que una máscara mientras reorganizaba sus comandos y nutría su arsenal.

La utopía armada tiene un límite, sin embargo: ETA no puede vencer al Estado, sino, a lo sumo, forzar una negociación. Reducida al mínimo. Pero, como el IRA en su momento, insiste con los atentados. Sin límites ahora, el país acorralado por la enajenación fanática de la izquierda independentista (abertzale). A expensas del nacionalismo y del terrorismo. Y de daños a terceros que no cubren ningún seguro de vida. ¿De vida? De ira, convengamos.



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