Belleza latinoamericana




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Detrás de toda sombra de sospecha suelen alumbrar rayos de certeza. Indiscretos, tal vez, pero rayos de certeza al fin. Como las mañas y las artimañas de las cuales procuró valerse Alberto Fujimori con tal de hacer en el Perú lo que Carlos Menem no pudo en la Argentina: ser reelegido después de haber sido reelegido. Ser eterno en el poder, en definitiva.

Vicio latinoamericano, acaso copiosa herencia de los mandatos vitalicios de caudillos de la talla de Juan Manuel de Rosas y de Porfirio Díaz, del cual parece que no pueden despojarse algunos presidentes democráticos. Tan democráticos que se resisten a recoger mansamente el consejo de los años (de los 10 que Fujimori lleva en el cargo, por ejemplo) y a renunciar graciosamente a las cosas de la juventud, como postula Desiderata. Pieza más compleja que las obras completas de Sócrates, por cierto.

La obsesión de Fujimori, madre del desmadre, chocó con la sombra de una sospecha a gritos: el fraude. Que no alumbró, cual rayo, en las elecciones del domingo, sino en las presuntas falsificaciones de firmas para registrar su candidatura y, antes, en la amañada interpretación de la letra constitucional (con partitura reformada por él mismo en 1993, como corresponde en estos casos) con tal de que, a diferencia de Menen, pudiera ser reelegido por tercera vez consecutiva.

Empeño que ha empañado, cual velo, la virtud de haber curado a su manera, con métodos no del todo recomendables, las heridas de un país virtualmente empobrecido y endeudado en 1990: redujo una inflación anual exorbitante, de más de un 7600 por ciento, a su mínima expresión, entre un tres y un cuatro por ciento; descabezó, después de 70.000 muertes absurdas, al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y a Sendero Luminoso, y selló la paz con Ecuador tras una guerra que amenazaba con desestabilizar a la región.

Méritos no le faltaban para un retiro digno, por más que, en su afán de promover drásticas reformas económicas y de combatir al terrorismo, haya disuelto el Congreso y el Poder Judicial, el 5 de abril de 1992, con las tropas en la calle y con la oposición en desventaja. El autogolpe, posibilidad que sedujo más de una vez a Menem, dejó en claro cuán cerca de la democracia está Fujimori.

Juicio que comparten desde el portero del Departamento de Estado hasta la secretaria Madeleine Albright, pero hasta el domingo no habían tenido ocasión de descargar la cólera contenida durante años. De ahí, la dureza de los reproches y la amenaza de bloqueos de créditos en organismos multilaterales, de modo de obligarlo a ceder, después de los tres días que demandó el recuento de votos, ante la posibilidad de una segunda vuelta.

No es habitual que los Estados Unidos reaccionen de ese modo. Ni que coincidan con embajadores europeos (ergo, con gobiernos, como el español y el francés). Ni que aúnen sus reclamos la Organización de Estados Americanos (ergo, todo el continente, menos Cuba) y organismos no gubernamentales. De la sombra de la sospecha surgieron los rayos de una certeza: hubo trampa.

Circunstancia de la que sacó tajada la sombra de Fujimori en las elecciones, Alejandro Toledo, un self made man (hombre hecho a sí mismo) con acentuados rasgos mestizos, pasado pobre (lustrabotas, de chico) y presente venturoso (doctorado en economía en Stanford, de grande). Que, frente a la imagen de déspota de un rival que parecía Goliat frente a David, explotó con astucia su posición, cual vínculo entre el Tercer Mundo y el Primer Mundo, y contó con el respaldo desde el exterior (desde Tailandia, nada menos) de Mario Vargas Llosa, un novelista respetado con más votos en Londres que en Lima.

Toledo hizo lo que no pudieron Vargas Llosa, en 1990, y Javier Pérez de Cuéllar, ex secretario general de las Naciones Unidas, en 1995: sombrear las ambiciones de Fujimori. De la nada, apenas un seis por ciento de adhesión cuando lanzó su candidatura, a más de un 40 por ciento en las elecciones significa otra oportunidad, en el ballottage previsto para mayo o junio, y un futuro en el que el Congreso no estará dominado por el oficialismo como en la última década. Es el final de una hegemonía, en principio.

¿Fue un triunfo de la democracia? Fue, más que todo, una derrota de Fujimori, por más que haya arañado el 50 por ciento de los votos que necesitaba para ponerles broche a las mañas y las artimañas de las que se valió para llegar hasta donde llegó.

Demasiado lejos, a los ojos de Albright, con el peligro de quedarse, por ejemplo, sin una partida de 48 millones de dólares, del Comité de Apropiaciones del Senado norteamericano, como parte de la ayuda para la lucha contra el narcotráfico, y de otra menor que recibiría de rebote por los pedidos de Colombia. Y con inversores que, tampoco convencidos con el mercado con rostro humano que propone Toledo, han preferido desensillar hasta que aclare.

Una excepción a la regla habría sido que Fujimori, infiel a sus orígenes japoneses, se resistiera a la tentación de ser algo así como un emperador. Los latinoamericanos, según Jorge Castañeda, profesor de relaciones internacionales de la Universidad Autónoma de México, casi hemos inventado los reinados no-monárquicos.

No sólo los latinoamericanos, en realidad: Helmut Kohl, 16 años como canciller alemán; François Miterrand, 14 en el Elíseo, y Felipe González, 13 años en el gobierno español. La diferencia es que, con buenas artes o viceversa, fueron elegidos y reelegidos en forma democrática. Virtud de la que no pueden dar fe Stroessner, ni Pinochet, ni Fidel Castro, entre otros.

El poder entre nosotros, sea de la naturaleza que fuere, no parece ser un bien transferible, sino una suerte de gracia divina de la que cuesta más desprenderse que apropiarse. Vale todo. Hasta que las sombras de las sospechas se esfuman frente a los rayos de una certeza. Y, entonces, encandilan. Como el sol, belleza latinoamericana, moneda peruana.



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