Invasión Big Mac




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Apenas estalló la crisis de Kosovo, decenas de personas indignadas por los bombardeos de la OTAN contra los dominios de Slobodan Milosevic asaltaron, en Belgrado, el edificio vacío de la embajada norteamericana y, vaya paradoja, dos restaurantes McDonald’s. ¿Qué culpa habrá tenido el reino del Big Mac de las decisiones de Bill Clinton y compañía? Ninguna, seguramente.

Es la otra guerra, o la otra reprimenda, de la guerra, o de la reprimenda, de los Balcanes, en la cual Milosevic y Clinton, independientemente de la OTAN y de los refugiados, apelaron desde el comienzo al intercambio del poco honroso mote de Adolf Hitler, desvirtuando de ese modo, en un juego semántico peligroso, el horror que significó el Holocausto. En esta otra guerra, o reprimenda, no cuentan los serbios ni los norteamericanos, sino sus líderes, como un asunto personal.

En medio del ping-pong, con un villano que se siente héroe y víctima a la vez mientras las manos heróicas de sus víctimas luchan en el cielo por una hogaza de pan, la otra cara de Clinton, amante confeso de la comida rápida (fast food), es tanto la embajada de su país, desalojada antes de los ataques, como los McDonald’s, espejos del estilo de vida de ese país.

En el mundo, como en Belgrado, hay más McDonald’s que embajadas de los Estados Unidos. Son el pecho de América, como supo definirlos Stephen King por la forma de su inicial, la M. Y son, a su vez, el legado de la generación de Clinton (los baby boomers, nacidos entre 1946 y 1964) y la debilidad de las posteriores (llamadas X e Y). Hillary, por ejemplo, creció cerca de uno de los primeros: un tremendo cartel publicitario iba indicando la cantidad de hamburguesas que vendía, recuerda. Son, en definitiva, el símbolo de una era.

La saña descargada contra ellos en Belgrado no difiere, a pesar de las circunstancias, de los destrozos de bancos y de comercios en Buenos Aires, en ocasión de la visita de Clinton, en 1997, o de la bomba que pulverizó un local de Planet Hollywood en Ciudad El Cabo, Sudáfrica, en 1998, poco después de que Washington lanzara misiles contra bases terroristas de Sudán y de Afganistán en represalia por las brutales voladuras de sus embajadas en Kenya y en Tanzania.

En la puerta de Pizza Hut, un grupo de gente ve a Mijail Gorbachov. “Por él tenemos este desorden económico”, protesta un viejo. “Por él tenemos oportunidades”, repone un joven. “Por él tenemos Pizza Hut”, tercia una mujer, poniéndole broche a la discusión en medio de aplausos y de vítores.

El aviso televisivo, protagonizado por el mentor de la Perestroika al estilo de Bob Dole, ex candidato republicano a presidente de los Estados Unidos, con Visa, o de los ex gobernadores de Nueva York, Mario Cuomo, y de Texas, Ann Richardson, con Doritos, habla de un cambio de actitud. O del vaticinio de los nicaragüenses en tiempos de Daniel Ortega y de los contras: “Yankees, go home”, decían los graffiti. Y una mano anónima agregaba con trazo grueso: “Pero llévennos con ustedes”.

Como embajador norteamericano en Israel, Martin Indyk asistió a la inaguración del primer McDonald’s en Jerusalén. Un muchacho se acercó a él con un gorro de béisbol rojo, en el que brillaban los arcos dorados, y un bolígrafo: “¿Es usted el embajador? –le preguntó–. ¿Puede darme su autógrafo?”. Indyk asintió, sorprendido: “Seguro”. Y, mientras se disponía a firmar, le confesó que nunca le habían pedido el autógrafo.

El muchacho, un adolescente israelí, parecía deslumbrado, como si estuviera frente a Michael Jordan: “Debe de ser maravilloso para usted, como embajador de McDonald’s, ir por el mundo inaugurando restaurantes”, observó.

Indyk alzó la vista, sonriente: “No soy el embajador de McDonald’s, sino de los Estados Unidos –replicó–. ¿Ya no te interesa mi autógrafo?”. El muchacho le arrebató el gorro y el bolígrafo. “No, ya no me interesa su autógrafo”, gruñó, y se marchó, decepcionado.

La anécdota refleja hasta qué punto el interés nacional de los Estados Unidos está cada vez más vinculado con el interés comercial de sus compañías. Los dos últimos embajadores en Buenos Aires, Terence Todman y James Cheek, pasaron de la diplomacia al lobby, sin escalas, en el mismo país en el que representaron a su gobierno. El muchacho israelí, después de todo, no estaba tan equivocado.

Pero el símbolo, se llame McDonald’s o Burger King,  Planet Hollywood o Hard Rock Cafe, suele encontrar resistencias. La comida entra por los ojos y, a veces, puede ser interpretada como una invasión que depara un súbito cambio de hábitos.

Es el miedo al cambio, a la libertad, como refiere Erich Fromm. Eso que lleva al filósofo Régis Debray a escribir sobre Kosovo en Le Monde: “Con la CNN, el planeta entra en los Estados Unidos, y la política exterior de la metrópoli termina por integrarse en su política interior; y el interior de McWorld, los Estados Unidos, proporciona a todos el sonido y la imagen a través de la pantalla grande y pequeña, y amuebla el subconsciente colectivo, desde los jóvenes de los suburbios hasta los gobiernos”.

Lo nuevo, o la mimetización en estado de hipnosis, como prefiere llamarlo con sorna Debray, mete miedo.

Los sindicatos franceses, en franca oposición a la instalación de Euro Disney, en las afueras de París, bloquearon las rutas y los medios de transporte justo el día de la inaguración, en 1992.

Los italianos, sacudidos en 1986 por la apertura del primer restaurante de comida rápida nada menos que en la Piazza di Spagna, corazón de Roma, empezaron a fomentar la comida lenta (slow food) con el emblema de un caracol.

Los chinos, alentados por enormes carteles publicitarios, tardaron más de dos décadas en familiarizarse con los íconos occidentales, pero terminaron fraguando en su Constitución el derecho a la propiedad privada, borrando de ella los vestigios de la dictadura del proletariado, sin despojarse del comunismo como sistema.

Acaso como correlato de los cuatro o cinco bocados que merecen una hamburguesa y unas pocas papas fritas, los empleados públicos mexicanos ya no tienen tres horas para el almuerzo, sino apenas una. Es la otra cara de la invasión Big Mac, de la cual Milosevic se siente víctima o, acaso, héroe.



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