La otra pasión de Gabo




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En marzo de 1998, Gabriel García Márquez le solicitó al secretario de Energía de los Estados Unidos, Bill Richardson, una audiencia con el presidente Bill Clinton. Días después, en La Habana, Fidel Castro iba a pedirle que, de concretarse, le transmitiera a Clinton su temor por “un siniestro plan terrorista que Cuba acababa de descubrir y que podía afectar no sólo a ambos países, sino a muchos otros”. Era un mensaje confidencial. García Márquez lo memorizó, pero prefirió redactarlo. Dictó un taller de literatura en la Universidad de Princeton durante una semana. Apenas arribó a Washington, le sugirió a Richardson que la audiencia fuera con el consejero de Seguridad Nacional, Sam Berger.

“No tenía prisa –reveló García Márquez–. Había escrito más de veinte páginas servibles de mis memorias en el campus idílico de Princeton, y el ritmo no había decaído en la alcoba impersonal del hotel de Washington, donde llegué a escribir hasta diez horas diarias. Sin embargo, aunque no me lo confesara, la verdadera razón del encierro era la custodia del mensaje guardado en la caja de seguridad”.

García Márquez tenía una pésima experiencia con sus efectos personales: en el aeropuerto de la ciudad de México había perdido un abrigo por haber estado pendiente de la computadora portátil, el maletín en el que llevaba los borradores y los diskettes de un libro en curso, y el original sin copia del mensaje de Castro para Clinton. La sola idea de extraviarlo le causaba “un escalofrío de pánico”.

La caja de seguridad del hotel no le merecía confianza: se cerraba con una llave que parecía comprada en la ferretería de la esquina. La llevaba “siempre en el bolsillo”. Cada vez que salía de su cuarto, obsesionado con el mensaje, comprobaba si el papel seguía en el sobre sellado en el que lo había puesto. Lo leyó tantas veces que casi se lo sabía de memoria para sentirse más seguro si hubiera tenido que explayarse sobre alguno de los temas en el momento de entregarlo. Era el secreto mejor guardado de un escritor, futuro premio Nobel de Literatura, que adquiría los rasgos de uno de sus personajes de ficción.

Como dejó dicho en sus memorias, “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. García Márquez vivió para contarla, pero varias interpretaciones de su compromiso político, incluidas las del profesor inglés Gerald Martin en su voluminosa biografía sobre él, no alcanzan a develar su real dimensión.

¿Era compatible su arraigado antiimperialismo con el papel de mediador entre la guerrilla y el gobierno de Colombia? Estaba amenazado por los paramilitares por esa razón. Iba en coches blindados. Lo acompañaban guardaespaldas. Residía en forma alternativa en sus casas de Bogotá, Cartagena de Indias, Barranquilla, la ciudad de México, Cuernavaca, La Habana (regalo de Castro), París y Barcelona. En todas tenía un estudio similar para escribir cada día entre las nueve de la mañana y las dos de la tarde.

Como muchos de sus compatriotas, García Márquez se sintió marcado por el asesinato en Bogotá del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán. Fue el 9 de abril de 1948. En esos tiempos, llamados La Violencia, comenzaba su carrera periodística, luego literaria, o viceversa. Iban a nacer, años después, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como su reverso paramilitar, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Estaban en su apogeo los cárteles de Medellín y Cali.

Entrados los noventa, García Márquez le presentó a su amigo Fidel Castro al presidente de su país, Andrés Pastrana. Creía que la “zona de despeje” de las FARC, acordada entre Pastrana y Clinton, iba a ser la solución para la guerra interna en la cual estaba sumida Colombia. Se trataba de cederles a las FARC un área liberada del tamaño de Suiza, al sur del país, para entablar negociaciones de paz. No prosperó. La guerrilla, asociada con el narcotráfico y tildada de terrorista en casi todo el mundo, recreaba la imagen de “holocausto bíblico” con la que supo definirla.

Él mismo, partidario del diálogo, llegó a sentirse “el último optimista” de Colombia, cual metáfora del callejón sin salida del que no se podía salir por arriba, como sugería Borges que había que hacerlo de los laberintos. En esa lucha fraticida, abonada por pescas milagrosas (secuestros a ciegas) e impuestos revolucionario (pagos a cambio de seguridad), quiso ser prenda de paz y, como en las guerras civiles de El Salvador y Nicaragua o en las detenciones por motivos políticos en Cuba, procuró valerse de sus relaciones personales para acercar posiciones.

Era la razón por la cual había aceptado transmitirle a Clinton aquel mensaje de Castro. Su amistad con Castro databa de 1975: iba a escribir el libro de la revolución, pero terminó despachando una serie de artículos periodísticos con los cuales se granjeó la confianza del líder. Logró por ese vínculo que algunos presos políticos quedaran en libertad. Algunos de sus colegas, como Mario Vargas Llosa, no vacilaron en tacharlo de “cortesano de Castro”. Tenía una disposición natural para hacerse amigos en las altas esferas: después de “tres días de parranda, tomando copas”, terminó tuteándose, como el escritor Graham Green, con el general Omar Torrijos, presidente de facto de Panamá.

En su propio país, al igual que el coronel Aureliano Buendía, García Márquez pensaba que la única diferencia entre liberales y conservadores era “que los liberales iban a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho”. En algún momento, “el último optimista” de Colombia convino con una proclama de Simón Bolívar: “Estoy penetrado hasta dentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América”.

En 1996, durante una cena con Clinton, se animó a decirle: “Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara, no quedaría ningún problema pendiente”. García Márquez era, para el presidente norteamericano, “el autor de ficción más importante en cualquier idioma desde que murió William Faulkner”. Era palabra mayor, dechado de buenas intenciones para terciar entre mundos y realidades diferentes que, hasta su último aliento, no pudo ver conciliadas. Le advertía Castro a Clinton en aquel mensaje oculto sobre presuntos planes extremistas de cubanos radicados en Miami.

Lo recibió Thomas McLarty, enviado especial de la Casa Blanca para América latina, siete días después de su arribo a Washington. “Es terrible –exclamó–. Tenemos enemigos comunes”. Al mes siguiente, una delegación del FBI mantuvo reuniones secretas con autoridades cubanas en La Habana. Eran fruto de la misión de García Márquez, convencido “de que el esfuerzo y las incertidumbres de los días pasados habían valido la pena”. Como esa vida, que vivió para contarla.



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