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En enero de 2001, la primera ministra de Nueva Zelanda, Helen Clark, escaló el Aconcagua con su marido, Peter. Alcanzó la cima. Era un poco excéntrica. La conocí en octubre de ese año en Auckland. Conducía su propio coche. Arribó sola, sin custodios ni asistentes, al comité del Partido Laborista. Sobre el escritorio apoyó un bolso que, por sus jorobas, parecía repleto de esas cosas de las cuales las mujeres no pueden prescindir. No todas las mujeres, en realidad. Mary McAleese, presidenta de Irlanda, me confesó que, en lugar de un bolso, prefería “llevar solamente” a su marido: “Martin carga el dinero, las llaves y todo eso”. Martin asintió con una sonrisa cómplice.
Era más sorprendente la actitud mundana de la primera ministra Clark, despojada de pompa y ceremonia, que la de la presidenta McAleese, acaso más acorde con su investidura. Todo mandatario, a medida que transita el poder, va renunciando a rutinas antes normales. Deja de llevar dinero, las llaves de su casa, el documento de identidad y la tarjeta de crédito. Hasta desecha las gafas para leer, los pañuelos o la pastilla que debe tomar antes de la cena. Siempre habrá alguien que se los alcance. De ahí la dificultad cuando termina su período, íntimamente a regañadientes quizá por la pesadumbre de volver al llano.
En democracia, todos somos iguales, pero algunos son más iguales que nosotros. Entre los mandatarios prima su carácter excepcional. Cualquiera de ellos, más allá de tomarse las esporádicas libertades de pasear con el perro por un parque, visitar un centro comercial o comer en un restaurante, no puede llevar una vida corriente ni, menos aún, convertir en un hábito aquello con lo cual pretende asombrar al mundo: ir con la corbata a media asta y en mangas de camisa, como Barack Obama, o practicar deportes con el torso desnudo, como Vladimir Putin, cinturón negro de judo. Con esas actitudes mejoran la autoestima de los ciudadanos por sentirlos más cercanos.
No es lo mismo que un presidente elogie la aparente pujanza de la economía del país por su cálida visión de la realidad desde un helicóptero que, frente a la vendedora de una tienda, intercambie opiniones sobre los problemas cotidianos. Quiso conocerlos sin intermediarios el primer ministro de Noruega, Jens Stoltenberg, en 2013. Una mañana condujo de incógnito un taxi. Una cámara oculta grababa los diálogos. Estaba en campaña por la reelección. Le salió mal. Su partido, el laborista, perdió frente al conservador. Cinco de sus catorce pasajeros habían sido contratados para la ocasión. Lo dejaron de a pie, groggy, como si hubiera caído de la cima del Aconcagua.
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