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El mayor rescate financiero de la historia puso a prueba el liderazgo político

Sobre su escritorio, en el Salón Oval, Harry Truman tenía un letrero que decía: “The buck stops here! (del slang, ¡la bola se detiene aquí!)”. Era una forma de poner un límite a los debates y, más allá del resultado, asumir la responsabilidad de sus actos. Le pagaban para eso: para tomar decisiones y, con ellas, arriesgar su capital político. Comparte con Richard Nixon el deshonor de haber sido uno de los presidentes más impopulares de la historia. Sólo por un rato: George W. Bush se apresta a batir ambas marcas.

El letrero de Truman suponía que siempre quería tener la última palabra. Bush también quiso tenerla, pero debilitó el orgullo nacional con su obsesión en restaurarlo tras la voladura de las Torres Gemelas y, agobiado por el colapso financiero, infundió más miedo que certidumbre en su afán de convencer a los republicanos y los demócratas de la necesidad de votar en primera instancia, en la Cámara de Representantes, el plan de rescate de Wall Street.

En el traspié inicial, amortizado con la ulterior aprobación en ambas cámaras del proyecto modificado, se vieron comprometidos los senadores, y candidatos, John McCain y Barack Obama. El brete pasó factura de inmediato. La crisis financiera mostró su costado económico, con la caída del empleo y el consumo en los Estados Unidos y otros países, y su costado político, con la desconfianza en los líderes. El plan en sí dista de ser infalible, pero son irrefutables sus propósitos: eliminar los activos que impiden la liquidez en los balances de los bancos, depreciados por las hipotecas basura.

La onda expansiva forzó nacionalizaciones de bancos en Europa, como en los Estados Unidos, y acentuó la caída de las bolsas. Lo curioso, esta vez, fue la primera respuesta del Capitolio: no. Tanto en la Gran Depresión de 1929 como en la más modesta de 2000, ambas cámaras procuraron atajar quebrantos financieros y espantar fantasmas recesivos. ¿Por qué, entonces, los republicanos y los demócratas se rehusaron en forma inicial a consentir el rescate? Por principios: ¿qué culpa tienen los contribuyentes de los desatinos de unos pocos que creyeron que la burbuja no iba a pincharse tan pronto?

En el reverso, el letrero de Truman decía: “I’m from Missouri (Soy de Missouri)”. Desde Missouri, en medio de la campaña, McCain alentó a los suyos a votar por el proyecto reformado en el Senado. La bola, sin embargo, tampoco se detuvo en ese momento. A pocas semanas de las elecciones, la crisis resultó tan tóxica para los republicanos y los demócratas como las hipotecas para los atribulados deudores norteamericanos.

Llevaron la voz cantante los republicanos, reacios a firmar un cheque en blanco para pagar los abusos de los banqueros. Los acompañaron los demócratas, muchos de los cuales se preguntaron cómo iban a explicar su actitud, si votaban en forma positiva, después de haber dedicado una vida a luchar contra el aumento de los impuestos y la burocracia estatal en desmedro del bolsillo popular. El tsunami financiero, de magnitud planetaria, excede al contribuyente de un pueblo perdido de Missouri abrumado por la cuota de la hipoteca, pero el senador y el representante se deben a él. Le deben a él sus bancas.

Durante años, la población de los Estados Unidos, como otras, envejeció y acumuló ahorros. Esos ahorros se volcaron al sistema financiero. Algunas regiones, como Asia y América latina, también se enriquecieron. No sólo los individuos, sino, también, los Estados. E invirtieron en la plaza, en apariencia, más segura: Wall Street. La burbuja se infló tanto que, al final, estalló.

Esto llevó a gendarmes de la desregulación como McCain y Obama a abrazar el reverso del letrero, la regulación, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte. No de los banqueros, sino de los Estados Unidos y, por efecto dominó, del mundo. Desde finales de los noventa, el préstamo dejó de ser un negocio interno. Por las inversiones en Wall Street, los capitales extranjeros comenzaron a financiar esas operaciones. La competencia abarató los costos. Las hipotecas subprime, cuyos tomadores tenían ingresos inferiores a los exigidos por los bancos tradicionales, abrieron un nuevo filón en un país tan acostumbrado al crédito como el ratón al queso. Daban por descontado que los precios de las propiedades no iban a bajar.

El rechazo al plan, más allá de las atendibles reservas de aquellos que no comulgan con la intervención estatal, iba a ser suicida: hasta tres millones de propietarios pueden perder sus viviendas si no se lubrica el crédito. De ahí la dimensión de la histórica ley, promulgada enseguida por Bush.

En el trámite no se restableció el liderazgo; se fortalecieron las instituciones. Si los gobiernos actuaran con tanta sensibilidad, celeridad y prolijidad frente a otras calamidades globales, el mundo sería un poquito mejor. En 2005, las Naciones Unidas pidieron, hasta 2010, aportes conjuntos de 130.000 millones de dólares anuales para paliar el hambre.  Una cosa no tiene nada que ver con la otra, pero la cifra es cinco veces menor que el fondo del cual dispone el Tesoro para el rescate de Wall Street, de 700.000 millones.

A pesar de la bonanza de la última década, la ayuda de los países industrializados cayó más de un 10 por ciento en dos años. Sólo cumplieron Dinamarca, Holanda, Luxemburgo, Noruega y Suecia. En 2007 se incorporaron 75 millones de personas (casi el doble de la población argentina) a la legión de 923 millones que corre peligro de muerte por falta de alimentos. No es culpa ni responsabilidad de Bush ni de McCain ni de Obama, sino de todos. O, acaso, de ninguno. Para unos, la bola se detiene aquí; para los otros, sigue rodando.



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