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El diálogo con Irán y Siria, la mayor participación en Medio Oriente y el acuerdo con Corea del Norte son algunas señales
En 2004, Al-Qaeda se atribuyó haber tumbado al gobierno de José María Aznar tras los atentados de Atocha. Tres años después, Al-Qaeda se atribuyó haber debilitado al gobierno de Romano Prodi, cercado, entre otras causas, por su insistencia en mantener la misión italiana de paz en Afganistán. En ese lapso, tres años, Al-Qaeda se atribuyó todo aquello que consideró un éxito: desde los atentados en Londres, Casablanca y Bali hasta la rutina de violencia en Irak. En todos los casos, la marca de Al-Qaeda, o de alguna de sus filiales, tuvo beneficios de inventario. Beneficios concretos. En especial, adhesiones y reclutamientos en Europa y otras regiones.
Apenas perdieron los republicanos las elecciones de medio término en noviembre de 2006, otro falso mérito de Al-Qaeda, George W. Bush entregó a los demócratas la cabeza de su ladero más controvertido: Donald Rumsfeld, hasta entonces jefe del Pentágono. Sin él, el gobierno norteamericano adquirió un perfil más conciliador y, en apariencia, más comprometido con la persuasión que con las guerras preventivas. No desentonó la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, hábil en mostrarse interesada en el proceso de paz de Medio Oriente, librado al azar desde 2000, y en conferir a Irán y Siria, tildados de Estados terroristas, el rango de socios ocasionales en hallar una fórmula para aplacar las iras en Irak.
Hasta el vicepresidente Dick Cheney, tan entonado con las guerras preventivas como Bush, recorrió Paquistán y Afganistán, en donde se salvó de milagro en un atentado contra su vida propinado por Al-Qaeda. Fue con la prerrogativa de exhibir un rostro paternal, casi ingenuo, frente al magro resultado de la lucha contra el régimen talibán en esos confines: en cinco años creció la producción de opio, materia prima de la heroína, según el informe anual sobre drogas del Departamento de Estado. Ergo: Al-Qaeda lejos estuvo alguna vez de ser sepultada. Ni Al-Qaeda, ni Osama ben Laden.
Frente a las cifras oficiales norteamericanas, fruto de la solidez de las instituciones y de su independencia del poder político (nada que envidiarles, desde luego), Bush convino con señales, más que con palabras, que la frontera entre Paquistán y Afganistán era tierra de nadie. Tierra de Al-Qaeda, en realidad, cual expresión del régimen talibán. Antes del 11 de septiembre de 2001, su campo de acción era limitado. Después, sobre todo después de la guerra, la sombra de Ben Laden se propagó en Europa; recorrió Asia y África; se instaló en Irak, y nunca dejó de turbar a los Estados Unidos.
En el balance provisional, Bush acusó el impacto de una derrota mucho más dolorosa que la falta de crédito entre sus compatriotas. Acusó el impacto de verse, quizá por primera vez, al borde de perder los poderes por los cuales se había ufanado de ser el presidente de la guerra. Rice ejecutó de inmediato el Plan B: mostrarse inflexible con los enemigos durante las audiencias en el Capitolio, dominado por los demócratas, pero, a la vez, obrar con más tacto que diplomacia con aquellos que abusaron de la extorsión, como Irán, Siria y Corea del Norte. ¿Blandura? Persuasión, digamos.
De ahí el contrapunto con Rusia, su antiguo adversario de la Guerra Fría, por un proyecto que empezó a cobrar forma en 2004: el escudo antimisiles, la obsesión de Bush antes de empeñarse en las guerras preventivas. Y de ahí, las amenazas de Vladimir Putin, nunca complaciente con él, por la instalación de sistemas antimisiles y radares norteamericanos en Polonia y la República Checa. El sistema en sí, de eficacia no probada, serviría para proteger a los Estados Unidos, no a Europa, de cohetes balísticos lanzados desde países como Irán o Corea del Norte.
El tiro por elevación distrajo por un momento la atención y la tensión, centradas en Irak. Bush, al parecer, escuchó el consejo de James Baker, miembro del Grupo de Estudio sobre Irak y ex secretario de Estado de su padre: debía hablar con el enemigo antes de dar otro paso en falso.
En algunos casos, como el acuerdo por el cual Corea del Norte accedió a cerrar su reactor nuclear a cambio alimento y combustible gracias a la presión de China, Rice no demoró en acatar, y ejecutar, el Plan B. En otros, como la invitación a Irán y Siria para resolver el caos en Irak, dejaron que el gobierno de ese país, con sede en Washington y sucursal en Bagdad, lanzara la osada propuesta y, para evitar que fuera una confrontación entre pocos, invitaron a tantos gobiernos que bien podrían tratar el asunto en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Bush, no obstante ello, quiso dejar en claro que no cedía frente a las ambiciones nucleares del presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, y que estaba dispuesto a ordenar un ataque que, de ser obligado a ello, no iba a demorar más de 24 horas en comenzar. Todo por las sospechas sobre el programa de enriquecimiento de uranio.
En Irak, empero, no había armas de destrucción masiva y en Corea del Norte, más allá de sus ensayos, tampoco quedó claro si el régimen de Kim Jong-Il, apartado del Tratado de No Proliferación desde 2003, estaba realmente embarcado en la carrera por la bomba o si se trataba de otra extorsión para obtener rédito. Si fuera así, el planeta, más que los Estados Unidos, estaría encañonado por revólveres de plástico.
En su momento, Bush quiso dar por muerto el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global, como si los veranos fueran veranos y los inviernos fueran inviernos. Nunca dio por muerto, sin embargo, a Ben Laden, sobre cuya vida y obra se tejió una madeja de especulaciones. Hasta influyó en su reelección, en 2004, con un video en el cual amenazaba a los Estados Unidos.
Daba por sentado Bush que Al-Qaeda, gracias a la guerra contra el régimen talibán, se había debilitado. Se había transformado, no debilitado. Debió aceptarlo por una de las razones esgrimidas por sus servicios de inteligencia, tan fiables como en las vísperas de la guerra contra Irak con su certeza sobre las armas de destrucción masiva: las pistas de la mayoría de los atentados en Europa y otras regiones conducían a la frontera entre Paquistán y Afganistán. La tierra de nadie. La tierra de Al-Qaeda.
Lo admitió el jefe de los espías norteamericanos, John Negroponte, lo cual tendió un manto de sospecha sobre la colaboración del presidente de Paquistán, Pervez Musharraf, convertido por Bush en un aliado estratégico, y en un demócrata de la primera hora, por haber facilitado la incursión de las tropas norteamericanas en Afganistán a pesar de haber llegado al poder por medio de un golpe militar.
En 2006, el médico egipcio Ayman al Zawahiri, número dos de Al-Qaeda, protagonizó los videos en los cuales opinó con igual frialdad tanto sobre la guerra en Somalia como sobre posibles atentados contra Europa. La base, significado del nombre Al-Qaeda, se desperdigó en Somalia, Irak, Sudán, Arabia Saudita y Argelia, y no perdió contacto con Europa gracias a la comunicación fluida, por medio de Internet, con sus miembros. La base, pues, pasó a ser una red global contra la cual no están preparados la alianza atlántica (OTAN) ni el Pentágono.
En la falta de integración de los musulmanes, en particular en Europa, halló Al-Qaeda el caldo de cultivo para propagar su temible objetivo: crear un califato mundial a expensas de adjudicarse atentados terroristas y, como consecuencia de ellos, sofocones políticos. Ben Laden se hizo la fama. Bush contribuyó a ella. Y, desde entonces, nadie pudo echarse a dormir.
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