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La grave situación en Irak ha favorecido al nuevo gobierno de Irán y al régimen comunista de Corea del Norte
Hasta el 30 de enero, George W. Bush no tenía motivos para sentirse satisfecho. Le devolvieron el alma al cuerpo, ese día, las primeras elecciones libres de Irak después de la caída de Saddam Hussein. Por ellas, más de ocho millones de personas desafiaron las amenazas de la insurgencia. Las largas filas para votar, al cabo de la cuales se alzaban dedos manchados de tinta violeta, justificaron, en cierto modo, la decisión de derrocar al régimen a pesar de la falta de evidencias sobre sus vínculos con Osama ben Laden y sobre sus armas de destrucción masiva. A pesar, también, de los reparos de las Naciones Unidas y, sobre todo, de la vieja Europa, representada por Francia y Alemania.
Bush quiso capitalizar las elecciones de Irak, despejado el cielo de los anunciados nubarrones de violencia que iban a impedirlas. Eran la confirmación del rumbo: amanecía la democracia en los países árabes. Era un sueño. En medio del recrudecimiento de los atentados y de las divisiones religiosas, el terrorismo, contra el cual los Estados Unidos emprendieron las guerras preventivas, mordía el polvo frente a las urnas. Era una utopía, más que un sueño.
Entre los votantes hubo pocos sunnitas, los mayores beneficiarios de la era Hussein. Hubo pocos sunnitas y muchos chiitas, cuyos líderes políticos y religiosos, reprimidos en esos años, nunca dejaron de tener buenas relaciones con los mulahs de Irán. En ello influyó el gran ayatollah Ali Sistani con su apoyo a la Alianza Iraquí Unificada, finalmente ganadora, después de haber cerrado un acuerdo con el gobierno de Bush: que las elecciones fueran directas y que, en ellas, cada voto tuviera el mismo valor. Más democrático no podía ser todo.
Detrás del pacto, sin embargo, había un interés concreto: que los chiitas, etnia a la cual responde el 60 por ciento de la población iraquí, tuvieran mayoría de número en la nueva Asamblea Nacional en desmedro de los sunnitas (poco más del 20 por ciento) y de los kurdos (poco menos del 15 por ciento). Con ese plan, hilvanado desde fines de 2003 con el ex virrey Paul Bremer, sólo la inseguridad iba a turbar el camino hacia la democracia en un país marcado por una secuencia de dictadura, guerras (entre ellas, contra Irán), ocupación e insurgencia.
Con las elecciones en Irak, Bush cerraba un ciclo. El ciclo que había comenzado con su triunfo en 2000, empañado por las dudas que despertó, y con su cólera en 2001, desatada por la voladura de las Torres Gemelas. La concepción del enemigo, reflejada en Ben Laden, transferida a Hussein y ampliada en el eje del mal (Irak, Irán y Corea del Norte), permitió que creciera su aceptación entre los norteamericanos y, cual remezón, que reincidiera como presidente (presidente de la guerra, su marca registrada) desde 2004.
En ello primó la encarnadura humana del enemigo, algo que no tuvo, después, el huracán Katrina; de ahí, la decepción de los norteamericanos por la ineficacia de su gobierno en enfrentar sus consecuencias, más allá de que, a diferencia de los atentados, estuviera pronosticado. Por la ineficacia y por haber utilizado el Organismo Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA, las siglas en inglés), embutido en la burocracia del Departamento de Seguridad Nacional, como pista de aterrizaje de laderos a los cuales debía favores perdió puntos Bush. Muchos puntos perdió.
Muchos puntos perdió también en Irak. No por Irak, sino por Irán, quebrada la confianza desde la crisis de los rehenes de 1979. Desde que asumió en agosto, el nuevo gobierno, de sesgo ultraconservador, lejos estuvo de mostrarse conciliador: emuló al régimen comunista de Corea del Norte, socio en el eje del mal, con sus evasivas y sus amenazas frecuentes. En ambos casos, sus respectivos programas nucleares, más dañinos que las armas de destrucción masiva de Hussein, quedaron inscriptos como monedas de cambio de las negociaciones.
Y en esas negociaciones, en las cuales la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) poco y nada pudo hacer por sí misma, las advertencias de Francia, Alemania (la otrora vieja Europa) y Gran Bretaña, en el caso de Irán, y de Rusia, China, Japón, Corea del Sur y los Estados Unidos, en el caso de Corea del Norte, jamás llegaron a garantizar que, en un rapto de locura, Mahmud Ahmadineyad no pulverice Tel Aviv o que Kim Jong Il no pulverice Tokio.
En el Golfo Pérsico, Bush mandó hacer el trabajo sucio: eliminó a Hussein, la peor pesadilla de Irán, y restituyó el poder a los chiitas, los mejores aliados de Irán. En la fortaleza de la causa, guiada por combatir el terrorismo en el territorio norteamericano y fomentar la democracia en los países árabes, residió la debilidad: los programas nucleares pasaron a ser factores de presiones, más que de negociaciones, frente a la imposibilidad de los Estados Unidos de sostener varias guerras al mismo tiempo antes de resolver, precisamente, el caos creado en Irak y, cual secuela, el odio expresado en los atentados contra países occidentales e islámicos de Europa, Asia y África.
Gracias a la imprevisión, rasgo que coincidió en la faz doméstica con el Katrina, terminaron favoreciéndose aquellos que, en teoría, estaban en off-side, como Corea del Norte e Irán, tanto o más felices que el cineasta Michael Moore, demócrata confeso, con la permanencia de Bush en la Casa Blanca. Mi suerte necesita de tu suerte, pues.
Toda guerra se basa sobre el engaño. En El Libro de los Cinco Anillos dice Miyamoto Musashi que la espada del adversario es tu espada. En las negociaciones por los programas nucleares, Corea del Norte promete abandonarlo e Irán refirma su intención continuar con el suyo. Después, uno patea la mesa (o lanza un misil de prueba, como ha hecho Kim contra Japón) y el otro se muestra sumiso, dispuesto a usarlo con fines pacíficos.
Evasivos y amenazantes a la vez, ambos han descubierto la faceta positiva de pertenecer al eje del mal: mantenerse a sí mismos, aunque uno sea un dictador comunista y el otro sea un presidente elegido, frente a los temores que despiertan en los países vecinos (Japón e Israel, en especial) y en los otros, sobre todo los europeos, por su posición estratégica.
Detrás de Kim y Ahmadineyad no hay moderados, sino fanáticos que no miden el perjuicio de generar miedos. Detrás de ellos hay, a su vez, intereses cruzados: Rusia y China, partícipes de las negociaciones con Corea del Norte, compran petróleo a Irán. Ambos coinciden, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en una avenida de mano única: hagamos un trato.
El gobierno de Bush se resiste a ello, pero tampoco puede reaccionar como contra Hussein. Si carga mucho contra uno, tendría que vérselas con el otro. En ese recurrente desequilibrio, el mejor ejército del planeta no puede contra la telaraña que ha creado Irak, excepto por medio de la enemistad con medio mundo (imposible, desde luego) y la declaración de una guerra más permanente que preventiva contra todo aquel que sea sospechoso, empezando por Corea del Norte e Irán en virtud de haberlos incluido en el eje del mal.
Uno se nutrió del otro. De Corea del Norte aprendió Irán cuán importante es alardear ante el mundo sobre su programa nuclear, evitar que los inspectores metan sus narices en él y ser, en definitiva, un peligro de lesa humanidad. Sin ocultar su interés en Irak por razones políticas y religiosas, Ahmadineyad no debe preocuparse como Kim por preservar una dictadura fuera de toda ley. Desde las elecciones iraníes, casi cinco meses después de las iraquíes, Bush no tuvo más motivos para sentirse satisfecho.
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