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En Europa, el terrorismo se asocia con el tráfico de drogas y armas; en EE.UU. ven el peligro en los arsenales nucleares
Minutos después de la medianoche del 11 de marzo, Rafá Zouhier, infiltrado en el Grupo Islámico Armado (GIA), dijo por teléfono a Lofti Sbai, traficante de hachís, que Al-Qaeda había estado detrás de los atentados de Atocha y que Osama ben Laden “nos ha fastidiado”. Sbai era socio de Jamal Ahmidan, alias El Chino, uno de los terroristas que se suicidó el 3 de abril con Allekema Lamari, el jefe del comando, en la masacre del piso de Leganés, en las afueras de Madrid. No sabía Sbai que Zouhier, argelino, preso en Suiza, era un espía de la Guardia Civil española.
Por hachís, los terroristas habían cambiado con mineros o ex mineros el explosivo disimulado en las mochilas, llamado Goma 2, que detonó en los trenes en las cercanías de Atocha. La policía interceptó desde febrero tres conversaciones telefónicas de tres de los implicados, relacionados todos ellos con Lamari, pero no supo interpretarlas y, por ese motivo, no pudo evitar los atentados.
En ello ha fallado el gobierno de José María Aznar, según sus detractores: en haber estado supuestamente más concentrado en la guerra contra Irak que en la prevención de una eventual represalia en casa y, después, más apresurado en culpar a ETA que a Al-Qaeda. Causa, en principio, de la súbita derrota del Partido Popular en las elecciones del 14 de marzo.
Lejos de España y de aquellas elecciones, en los debates de campaña de los Estados Unidos, insistió el presidente de la guerra en que el mundo ha comenzado a ser más seguro desde que Saddam Hussein quedó fuera de circulación. Replicó su adversario, el senador de la duda, que no, que ha sido desafortunado apuntar todos los cañones contra Irak mientras Ben Laden, el autor de los atentados del 11 de septiembre, se escabullía de las tropas norteamericanas en las montañas de Tora Bora.
Coincidieron, no obstante ello, en que la amenaza principal era el terrorismo nuclear, pero discreparon en la forma de prevenirlo. O, acaso, en el mismo déficit del gobierno de Aznar: la protección de sus propios ciudadanos después de que una célula de apenas 19 miembros burlara las defensas del país más invulnerable a precio vil, medio millón de dólares. En otros casos, como los ataques contra clubes nocturnos de Bali y de Indonesia, el costo no superó los 35.000 dólares.
Mientras permanecía en la cárcel de Topas, Salamanca, entre 2001 y 2003, Mohamed Achraf, detenido después en Suiza con un pasaporte falso, reclutó un grupo de ocho a diez miembros, de origen musulmán como él, que iba a demoler ayer, anteayer o pasado mañana la Audiencia Nacional (encargada de los delitos por terrorismo, con el juez Baltasar Garzón a la cabeza) o el Tribunal Supremo, ambos de Madrid, con un camión cargado con 500 kilos de explosivo. Iba a ser un atentado suicida, al estilo Hamas, con el sello de Al-Qaeda.
Entre la documentación incautada por la policía había una carta clave: “Hemos creado un grupo de buenos hermanos dispuestos a morir por la causa de Dios”, decía. Todos ellos, por más que cumplieran condenas en diferentes penales de España, fraguaban el deseo de liberarse del cautiverio, morir como mártires y reunirse el día del juicio final con los compañeros del profeta. Tenían contactos con el Islamic Youth Movement (Movimiento Islámico de la Juventud), de Australia, y con redes radicadas en Holanda y en Bélgica.
¿Estaba Ben Laden detrás de los preparativos? ¿Eran obra de un fanático de la jihad (guerra santa) como Abu Musab al-Zarqawi, el ex lugarteniente de Al-Qaeda que pasó a encabezar la resistencia contra la ocupación norteamericana en Irak después de haber sido acusado por la CIA de la decapitación frente a las cámaras de Nicholas Berg y de haber estado ligado a los atentados de Atocha? ¿O se trató de un plan de Achraf con reclusos fáciles de convencer por su ceguera ideológica, peor que la biológica?
Se trató, al parecer, de un plan de él, vinculado con un gitano preso por tráfico de armas en Almería, en donde se utilizan explosivos a granel en las minas. ¿Nexos con ETA? En la cárcel de Valdemoro, Madrid, Achraf estuvo con el etarra Juan José Rego Vidal, condenado por el intento de asesinato del rey Juan Carlos en 1995. Poca miga para satisfacer a Aznar con la hipótesis de un acuerdo entre la organización vasca y Al-Qaeda.
Los terroristas reclutados por Achraf (entre ellos, Abdelkrim Bensamail, Mohamed Amine Akli y Bachir Belhakem, enrolados en la GIA) purgaban condenas en prisiones diferentes de España, seguros de que la jihad era la única vacuna contra Occidente mientras, según una de las cartas, “los hermanos de las montañas de Afganistán, de Argelia, de Indonesia, de Cachemira y de Palestina están pasándola muy mal”. Pésimo. Y tiro porque me toca, pues. Querían seguir el ejemplo de Lamari, el emir (jefe).
Las excusas eran desde la marginación de los musulmanes en Europa hasta la invasión de un país árabe como Irak, la represión de las tropas israelíes fuera de sus dominios o el aislamiento de Ben Laden. Tiro porque me toca en 60 países con unos 20.000 potenciales terroristas entrenados en Afganistán y listos para entrar en acción, según el informe anual del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, de Londres.
El riesgo, concluye, ha aumentado por la guerra contra Irak. Y el mundo no ha comenzado a ser más seguro desde que Saddam quedó fuera de circulación, como insistió George W. Bush, el presidente de la guerra; ni la captura de Ben Laden, en tanto las guerras preventivas fueran inminentes, hubiera contribuido a atenuar la amenaza terrorista, como replicó su rival demócrata, John Kerry, el senador de la duda.
Desde la voladura de las Torres Gemelas, en 2001, ha sido capturada o muerta más de la mitad de los 30 líderes de mayor predicamento de Al-Qaeda. En algunos países desarrollados, excepto España, muchos atentados han sido desbaratados. En otros, como Kenya, Indonesia, Paquistán y Arabia Saudita, hubo un incremento de los ataques terroristas.
En uno de los debates entre Bush y Kerry, el moderador Jim Lehrer no vaciló en formular dos veces la misma pregunta: “¿Ambos creen, entonces, que es la mayor amenaza para los Estados Unidos?” Ambos asintieron. La mayor amenaza no eran los terroristas en sí, como en España, sino la proliferación de material nuclear. En ello no hubo dudas. Las hubo en la forma de prevenir eventuales atentados con esas armas contra su territorio; a cargo de los terroristas, desde luego. Y las hubo, también, en la estrategia de las guerras preventivas: usar el poder militar para controlar los focos de desestabilización en el mundo antes de que sean un peligro para la seguridad de los Estados Unidos.
Por diversos pactos, los Estados Unidos y Rusia se vieron comprometidos a compartir información sobre sus respectivos arsenales de armas y ojivas nucleares instaladas en misiles intercontinentales. No existió intercambio, empero, sobre las denominadas armas tácticas. Las pequeñas, digamos. Fueron diseñadas durante la Guerra Fría para destruir equipamiento militar. En 1991, papá Bush ordenó en forma unilateral la eliminación de las norteamericanas; Mikhail Gorbachov prometió imitarlo. Del inventario de Moscú nunca supo Washington.
De ahí el temor no revelado en los debates. Que en un país signado por la corrupción como Rusia u otros, esas armas lleguen a manos non sanctas que, en algún momento, invoquen la guerra santa y provoquen otro 11 de septiembre. Y que, frente a la presencia de Al-Qaeda, o del sello al menos, en tantos países al mismo tiempo, un Fulano de Nadie, como Achraf, reclute un grupo de fanáticos como él, cambie drogas o dinero por armas o explosivos… Y tiro porque me toca.
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