Historias de sangre




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Civiles iraquíes y palestinos han sido víctimas de ataques militares no vinculados, en apariencia, con una causa común

Lo suponían: no podían atacar Irak sin resolver Palestina. Pero insistieron, amparados en cierta impunidad como consecuencia de la voladura de las Torres Gemelas, primero, y del éxito en Afganistán, después.

Insistieron tanto, sin embargo, desvirtuando con falsedades las razones que apuraron el derrocamiento de Saddam Hussein, que sólo han fraguado consenso en el repudio de la comunidad internacional frente a las torturas y las humillaciones gratuitas en la cárcel de Abu Ghraib, la descarga de artillería pesada contra civiles en la Franja de Gaza y la matanza absurda de invitados a una boda en el límite de Irak con Siria, entre otras desprolijidades. O despropósitos.

Eran dos conflictos sin relación aparente, más allá del patrón terrorista como denominador común, pero ambos ejércitos, el norteamericano y el israelí, han logrado demostrar, una vez más en la historia, que el uso de la fuerza, por preventivo que sea, proviene de la incapacidad de los líderes. De la incapacidad política, en definitiva, para resolver conflictos por medios diplomáticos.

Unos no sabían, al parecer, que los árabes suelen disparar al aire cuando celebran bodas, nacimientos y partidos de fútbol; mataron a 40 e hirieron a otros tantos, pero no admitieron error alguno.

Los otros arrasaron con el campo de refugiados de Rafah, en la Franja de Gaza, dividido desde 1982 en un sector palestino y otro egipcio, con un puesto fronterizo israelí de por medio, y liquidaron un promedio de 10 civiles por día; por sus túneles, adujeron, circulaban armas desde Egipto, provenientes de Irán y del Líbano, que nutrían el arsenal de los terroristas de Hamas.

Eran dos conflictos diferentes con orígenes diferentes y actores diferentes, pero la forma de resolverlos ha venido a unirlos aún más. O del todo, comenzando por el respaldo de George W. Bush a la iniciativa unilateral de Ariel Sharon para la evacuación de Gaza y de los 21 asentamientos judíos en los territorios palestinos. Ese gesto molestó a los árabes, por más que, después, el Cuartero de Madrid (los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia) se haya sumado formalmente.

El problema radica en que, expuesto a la reprobación del exterior por la operación desplegada en Rafah, Sharon depende del presidente de Egipto, Hosni Mubarak, para llevar a buen puerto su iniciativa. Y, de ese lado de la frontera, justamente, hay tanto entusiasmo como en su partido, el Likud, desde el referéndum en el cual el rechazo ganó por amplia mayoría.

¿Por qué Bush no resolvió Palestina antes de atacar Irak? En marzo de 2002, la guerra contra el terrorismo iba tan bien, que organizó un ágape en la Casa Blanca. Fueron invitados los 179 aliados de los Estados Unidos en la campaña contra el régimen talibán en Afganistán. Les agradeció cálidamente ese día, seis meses después de los atentados, haberse sumado a la «poderosa coalición de naciones civilizadas». Estaba complacido. Y ya imaginaba la segunda fase, Irak, así como en su segundo mandato.

Horas después, el caos en Medio Oriente iba a estropearle la velada. Ya no podía seguir ignorando la segunda intifada (sublevación palestina).

Lo mandó entonces a Dick Cheney, su vicepresidente, a recorrer 11 países árabes, deseoso, en realidad, de estrechar la soga en el cuello de Saddam. En todos los casos, la demanda coincidió: debía exigir a Sharon que retirara sus tropas de los territorios palestinos.

En Palestina, no en Irak, estaba la clave del conflicto. Pero Cheney y el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, concentrados en Saddam, se rehusaban a intervenir mientras el secretario de Estado, Colin Powell, creía que era necesario. Entre dos duros y un moderado, Bush coincidió con unos en el desprecio hacia el líder de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat, tildándolo de terrorista y sacándolo de juego, y con el otro en buscar la fórmula de un eventual cese de las hostilidades.

En la Liga Arabe, la opinión era unánime: el virtual respaldo a la ofensiva contra Saddam estaba supeditado a los esfuerzos en obtener un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. Desde 1967 mediaban los Estados Unidos. Y no podían renunciar a ello. Pero, en general, mediaban sus presidentes, no meros emisarios como Rumsfeld, por un lado, y Powell, por el otro. A tal punto llegó la división entre ellos que el mismo día uno estaba con el ex premier Benjamin Netanyahu y el otro estaba con Sharon. Hablaban idiomas diferentes dentro de los mismos gobiernos.

La sutileza nunca ha sido una virtud de Bush. Ni la sutileza, ni el estilo. De ahí, su concesión a Sharon del derecho a la defensa con asesinatos selectivos en respuesta a los atentados frecuentes en Israel. Lo mismo terminaron haciendo los Estados Unidos, que adoptó como método ir por los terroristas a sus guaridas. Inauguraron de ese modo la era de las guerras preventivas.

En el camino falló algo: menos de la cuarta parte de los gobiernos involucrados en Afganistán participó en Irak. Las deserciones posteriores, iniciadas por la España de José Luis Rodríguez Zapatero, no prometen mejores perspectivas.

Entre los árabes, a su vez, la mera idea de una democracia impuesta en la que sus hermanos musulmanes resultan torturados y humillados por extranjeros o muertos por celebrar a tiros una boda no tiene aceptación, máxime si de tocar su poder de facto se trata. Muchos de ellos, convengamos, no pueden ufanarse del respeto a los derechos humanos en sus respectivos países. En especial, cuando reprimen a civiles.

En el caso de Sharon, la indignación por los atentados suicidas en sitios públicos de Israel pudo justificar en un principio la respuesta militar o la ira, pero una política de largo plazo centrada sólo en el uso de la fuerza no ha arrojado más que violencia y miedo.

En un comienzo, la idea de Bush era sencilla: pedía a Sharon que retirara sus tropas y a Arafat que dejara de apoyar el terrorismo. Firmaban la paz y ya. Era tan sencilla la idea que ninguno de los dos creyó que fuera real. En apenas una semana llovieron correos electrónicos y llamados telefónicos del ala derecha de su partido, el republicano, con la firme intención de que respaldara decididamente a Israel y pensara en el voto judío en las elecciones.

Tanta simplificación, en medio de bodas y funerales, reflejaba el grado de interés en el asunto. O, tal vez, la esperanza de que la intifada se decantara por sí sola, como los errores cometidos en las guerras con la excusa, a veces, de los daños colaterales.

En julio de 2002, durante una boda celebrada en una aldea de Afganistán, un bombardeo también mató a civiles; fueron 48 aquella vez. Como suponían, ya era más urgente resolver Palestina que atacar Irak.



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