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El terrorismo, fiscal de elecciones después de la masacre de Madrid, se ha adaptado con facilidad a la política occidental
Después del 11 de septiembre, los neoconservadores de Bush ganaron las elecciones de medio término y, gracias a ello, lograron el control de ambas cámaras del Capitolio; habían transcurrido más de 13 meses desde los atentados. Después del 11 de marzo, los neoconservadores de Aznar perdieron hasta los estribos en las elecciones presidenciales y, gracias a ello, los socialistas, por medio de Zapatero, lograron el control de La Moncloa; habían transcurrido apenas 72 horas desde los atentados.
Entre ambas tragedias transcurrieron 912 días. No 911, el número de teléfono para emergencias de todo tipo en los Estados Unidos y, también, el mes y el día de la voladura de las Torres Gemelas. Que, al igual que las vías del ferrocarril, tenían forma de 11. Entre ambas tragedias hubo, curiosamente, 11 atentados. Responsabilidad de Al-Qaeda, en su mayoría, desde que el 11 de abril de 2002, fecha tampoco casual, un coche bomba destruyó una sinagoga en Djerba, Túnez.
En ese lapso, dominado Medio Oriente por la rutina de la intifada (sublevación palestina) y de los asesinatos selectivos (réplica israelí), los Estados Unidos declararon dos guerras preventivas bajo el ala de su remozada doctrina de seguridad nacional: contra Afganistán, nido del régimen talibán, y contra Irak, nido del régimen de Saddam. En la segunda, marcada por los atentados de Madrid, descarriló la estrategia de Bush, abrazada por Aznar y por Blair en las Azores, por falta de evidencias (las armas de destrucción masiva), por exceso de suspicacias (el petróleo) y por dudas de fondo (la expansión de la democracia en el mundo árabe).
La posguerra, en Irak, ha dejado más cadáveres que la guerra. Entre ellos, los cuatro de los civiles norteamericanos contratados por el ejército, sometidos al ritual bárbaro de los débiles contra los poderosos. A cara descubierta. Sin temor a las represalias. Con una crueldad propia de los nostálgicos de la dictadura de Saddam. O, acaso, con una afinidad tácita con los ideales de Al-Qaeda, por más que el grupo de criminales se haya hecho llamar Jeque Ahmed Yassin en memoria del fundador de Hamas liquidado por las fuerzas israelíes como parte de la campaña de asesinatos selectivos ordenada por Sharon en Palestina.
En los Estados Unidos, inmersos en una investigación sobre la presunta negligencia del gobierno antes de la voladura de las Torres Gemelas y en una campaña electoral a plazo fijo hasta noviembre, cundió, como asociación libre, la imagen del cadáver de un soldado arrastrado en 1993 por las calles de Mogadiscio, Somalia. Aquellas tropas, sin embargo, eran comandadas por las Naciones Unidas. Desde entonces, con Clinton en la Casa Blanca, demócratas y republicanos juraron que nunca más un Boutros Boutros-Ghali, entonces secretario general del organismo, iba a estar al frente de sus efectivos.
Cumplieron. Tan al pie de la letra cumplieron que, en vísperas de la guerra contra Irak, degradaron al órgano máximo de las Naciones Unidas: el Consejo de Seguridad. Y Bush reformuló de ese modo la justificación de una fórmula parecida a la aplicada por Sharon desde antes de los atentados de 2001: los ataques terroristas en casa son respondidos con asesinatos selectivos en el exterior. El coto de caza, por más que no tuviera nexos con Ben Laden, era Saddam, cuenta pendiente de papá Bush desde la primera Guerra del Golfo.
Cumplieron, también, los terroristas: de los 11 atentados perpetrados entre las masacres de Nueva York y de Madrid, las tres últimos se produjeron en Estambul, Turquía. Es decir, frente al puente de la Unión Europea, por más que no forme parte de ella, hacia la dimensión desconocida. Fueron el 15 y el 20 de noviembre de 2003, y el 9 de marzo de 2004. Y, como si de símbolos se hubiera tratado, estuvieron dirigidos contra objetivos judíos (sinagogas) y occidentales (el consulado británico y el banco HSBC).
Estaban a punto de cometer un atentado del otro lado del puente, en la mera Europa, y de influir dramáticamente en las elecciones presidenciales de uno de los tres socios de la coalición de las Azores. Estaban a punto de despertar células dormidas que, como en los Estados Unidos, no tenían más aspecto de terroristas que sus orígenes y sus rasgos arábigos. Estaban a punto de cambiar la historia, como pretendieron aquellos que patearon y colgaron los cadáveres incinerados y mutilados de los cuatro incautos ajusticiados en forma bestial en Fallujah, Irak.
A diferencia de los servicios de inteligencia, Al-Qaeda asimiló el pulso de la política occidental. Y ha demostrado ser capaz de comprender a la sociedad mejor que algunos gobiernos, golpeando en donde más duele con el menor esfuerzo posible. Ni suicidas como Hamas ha usado en Madrid para hundir al Partido Popular de Aznar y, aprovechándose de la promesa de Zapatero de retirar a las tropas de Irak antes del 30 de junio, alzarse con súbitos aliados entre defensores de otras causas.
Entre ellas, el territorio, por ejemplo, vital para los criminales de Fallujah, no cuenta para Al-Qaeda. Ni cuenta, pero suma, mientras promedia la jihad (guerra santa), el asesinato en Palestina de un clérigo viejo, casi ciego, cuya silla de ruedas disimulaba parte de los 474 muertos, israelíes en su mayoría, que depararon los 112 atentados suicidas cometidos por Hamas desde que estalló la intifada, en septiembre de 2000.
¿Cuál ha sido el beneficio de inventario de su muerte? Ninguno, salvo la devolución o la provocación. Sharon sólo compartía un sentimiento con Yassin: el odio hacia Arafat y su Organización para la Liberación de Palestina (OLP), enfrentada con Hamas. Que, a su vez, no está lejos de enarbolar los estandartes de Al-Qaeda: Bush, equiparado con el Estado de Israel, es el enemigo de Alá, del islam y de los musulmanes, según su nuevo líder, Abdel Aziz Rantisi.
Del 11 de septiembre de 2001 al 11 de marzo de 2004, 11 atentados e intifada de por medio, hubo un cambio de armas: aviones comerciales contra edificios por explosivos convencionales contra trenes. Dos días antes de los atentados en Madrid, el blanco había sido, por tercera vez consecutiva, Estambul. Obra de Al-Qaeda desde el norte de Irak, en donde el grupo Ansar al Islam (Partidarios del Islam), fundado por Ben Laden, está empeñado en destruir a las fuerzas laicas, kurdas en particular, que colaboran con los países occidentales. En especial, los miembros de la coalición bélica. En algunos de ellos, como Polonia, los castillos comenzaron a derrumbarse solos: el primer ministro, Leszek Miller, debilitada su popularidad tras la derrota de Aznar por una severa crisis interna, anunció su renuncia, prevista para el 2 de mayo.
Desde Irak, una rama de Ansar al Islam, Jund al Islam (Soldados del Islam), asumió desde el 8 de septiembre de 2001, tres días antes de los atentados en Nueva York, la sharia (derecho musulmán clásico) como una cuestión de vida o muerte. La umma (comunidad creyente) debía observar reglas del orden talibán, como la prohibición de cualquier vestido que no se ajustara a las estrictas normas islámicas. En ese mundo según Al-Qaeda, el Corán pasó a ser obligatorio en los colegios.
Después de los atentados del 11 de septiembre, los neoconservadores de Bush hicieron bien en advertir al mundo sobre el peligro de vivir bajo la amenaza del terrorismo. Después de los atentados del 11 de marzo, los conservadores de Aznar hicieron mal en no admitir el error de haberse involucrado en una guerra sin base. La base, precisamente, es el significado mañoso de Al-Qaeda, en árabe, por más que sus redes y sus células sean, en el fondo, tan anárquicas y modernas como internet. En esa estructura, invulnerable para los esquemas convencionales, Ben Laden es apenas la marca registrada. De la dimensión desconocida.
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