Un plomero a la derecha




Getting your Trinity Audio player ready...

Bush busca al responsable de una revelación que, en medio del caos de la posguerra en Irak, podría afectar su reelección

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar, después, los remedios equivocados. ¿Bromeaba Groucho Marx? George W. Bush buscó problemas, equiparando a Osama ben Laden, no hallado en Afganistán, con Saddam Hussein, no hallado en Irak. Los encontró (a los problemas, no a ellos): el régimen de Bagdad era sospechoso de poseer armas químicas. Hizo un diagnóstico falso, aceptando el indicio de la compra de uranio a Níger (negado por sus propios espías) como prueba de la existencia del arsenal. Y aplicó, después, los remedios equivocados: declaró una guerra preventiva en compañía de pocos ante las dudas de muchos contra un enemigo que había hecho menos méritos para ir al infierno que el dictador norcoreano Kim Jong Il, entre otros.

Devastado Irak, y ocupado, las armas químicas no han aparecido. Sólo campea una presunción: Hussein planeaba fabricarlas. Presunción que no ha provenido, esta vez, de los inspectores de las Naciones Unidas, desestimada su labor por Bush en su afán de apurar la guerra ante la renuencia del Consejo de Seguridad, sino del agente de la CIA encargado del caso, David Kay: no luce como un programa de resurgimiento, declaró ante las comisiones de inteligencia de ambas cámaras del Capitolio.

¿Qué daría Bush por hallar una evidencia más concreta que esqueletos de misiles mientras promedia una posguerra peor que la guerra? No es soldado, sino político. Y, como tal, ha sido blanco de una conspiración: en su discurso del Estado de la Unión, el más importante del año, dijo que Irak había comprado uranio a Níger con fines non sanctos.

Era mentira, advertida in situ por el ex embajador Joseph Wilson. No bastó su rechazo a la guerra, empero. Alguna mano negra puso en el discurso de Bush que la operación existió, como las armas químicas. ¿Quién paga los platos rotos? La mujer de Wilson, Valerie Plame, empleada del Departamento de Estado y, a su vez, colaboradora de la CIA. Señalada como influyente en el momento en que el gobierno norteamericano encomendó la misión a su marido.

El asunto va más allá: alguien permitió que la información trascendiera. Y, en medio del replanteo desatado entre el periodismo y el patriotismo, Bush quiere saber quién reveló el nombre de Plame. Sobre todo, por tratarse de una agente encubierta. ¿Y la información en sí? Nada, por más que, en principio, sea peor acusar sin evidencias que, según el léxico de los espías norteamericanos, destapar una lata de gusanos. En especial, por el costo político: la reelección, agendada para noviembre de 2004, podría tener un costo más alto que el desenlace de la guerra. Buenas noticias: los iraquíes no votan.

A diferencia de otros presidentes como Woodrow Wilson (exportador de la autodeterminación nacional), Franklin Roosevelt (exportador del orden mundial posfascista) y John Kennedy (exportador de ideales de progreso y de justicia en un planeta fracturado por la Guerra Fría), Bush no ha hecho más que exportar miedos. En defensa propia, quizá, como consecuencia de los atentados terroristas de septiembre de 2001. Con un resultado político ambiguo: popularidad en casa e impopularidad en el exterior.

Todos sus antecesores han hablado del mal y de la necesidad de eliminarlo de la faz del planeta. Ninguno, sin embargo, ha sido reprobado como Bush. ¿Por qué? Porque, en su exaltación del interés nacional sobre el interés general, no ha reparado en las necesidades ajenas, sino en las urgencias propias. Y no ha dejado espacio para el disenso dentro de un esquema más o menos convencional de votos y vetos.

Esa imposición, como la democracia en los países árabes o el escudo antimisiles, requiere, como mínimo, fundamentos sólidos, más allá de los dimes y diretes de las agencias gubernamentales. O de sus soplones. Bush, sin embargo, no está preocupado por haber declarado una guerra sin respaldo internacional, sino por las filtraciones dentro de la Casa Blanca. Es decir, por el delator del doble trabajo de Plame y sus vínculos conyugales con Wilson.

Si de filtraciones se trata, nada mejor que un plomero. O un plumero. En ese caso, las miradas apuntan contra Karl Rove, uno de los primeros asesores de Bush. ¿Habló con la prensa después del 6 de julio, día en que estalló el escándalo que desenmascaró a Plame?

La razzia ordenada por Bush, inevitablemente asociada con las investigaciones del juez lord Hutton sobre el suicidio de David Kelly (garganta profunda de la BBC) en Gran Bretaña, deriva en una conclusión: los periodistas, no los políticos, ejercen el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar, después, los remedios equivocados.

Blair, dentro de todo, ha sido astuto: concedió una entrevista al programa «BBC Today», el mismo en el que el periodista Andrew Gilligan denunció que Downing Street exageraba los informes de espionaje, y dijo que era necesario ponerse de acuerdo sobre la paz, dejando entrever que era imposible ponerse de acuerdo sobre la guerra, en coincidencia con el congreso laborista, realizado en Bournemouth.

En él, más allá de las discrepancias, obtuvo votos de confianza de los sindicatos y del ala izquierda, recobrando de ese modo su perfil progresista sin descuidar su perfil conservador. Hasta prometió apretar las clavijas contra los delirios nucleares y atómicos de Corea del Norte y de Irán, soslayando, al estilo Bill Clinton durante el escándalo Monica Lewinsky, las peores acusaciones contra su persona. O contra sus decisiones, empezando por el envío de soldados británicos a Irak bajo la premisa falsa de la existencia de las armas químicas.

Era imperioso detener la crueldad del régimen, se justificó, equiparando la alianza entre el terrorismo y los Estados canallas con riesgos potenciales para su país. ¿Qué habrían hecho en mi lugar si la seguridad de Gran Bretaña hubiera recaído sobre sus hombros?, preguntó. Imagínense, desafió. No me arrepiento de nada, redondeó. Tanta convicción, caprichosamente ligada a la responsabilidad histórica del hombre en la soledad del poder, derivó en aceptación.

Blair y Bush han empleado la misma respuesta: sabíamos con certeza que Hussein tenía esas armas. Respuesta sutil, digamos: sabíamos con certeza que Hussein tenía esas armas… en 1991. En el ínterin, el Pentágono invirtió más de un millón de dólares en información confusa de desertores del régimen (agrupados en el Congreso Nacional Iraquí, formado por exiliados en Londres en 1992) y la oposición iraquí, a su vez, comenzó a recibir fondos frescos de los Estados Unidos.

¿El resultado? Problemas, diagnósticos falsos y remedios equivocados. Bush obtuvo la información que pretendía obtener. No la verdad, la primera víctima, desde Irak, de la antesala de la guerra, más que de la guerra misma. ¿Filtraciones en la Casa Blanca? No solamente Dios no existe; busque, un sábado por la tarde, a un plomero. ¿Bromeaba, también, Woody Allen?



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.