Getting your Trinity Audio player ready...
|
Ganó el candidato que centró su campaña en criticar todo aquello que se asociara con Washington, como su rival
La mitad del país votó por un candidato que, en principio, obtuvo más votos que el otro, pero, curiosamente, perdió. La otra mitad del país votó por un candidato que, en principio, obtuvo más electores que el otro, pero, curiosamente, no pudo cantar victoria de inmediato por un puñado de boletas mañosas y por los tironeos en las cortes. Si hubiera sucedido en otro país, vaya y pase. Pero en los Estados Unidos…
Momento. Para ganar hay que arriesgarse a perder. Al Gore ganó más votos, pero George W. Bush ganó más Estados. Es decir, por primera vez en más de un siglo, uno ganó el voto popular y el otro es el presidente electo. Son las reglas del sistema indirecto. Que ambos rubricaron desde que decidieron postularse.
Es el correlato del dilema, elevado a la enésima potencia, casi al límite del absurdo, de algo tan sencillo, en apariencia, como sumar dos más dos, y que dé cuatro, en un país libre de sospechas de fraude, de corrupción y demás calamidades. Libre, también, de estrategias partidarias viles, capaces de derivar en un conato de crisis institucional. Libre, en definitiva, de los fantasmas que campean a la vuelta de la esquina, como golpes de Estado y otro tipo de aventuras, salvo las amorosas de Bill Clinton.
Lo nuevo ha sido la incertidumbre. Sensación extraña en un país previsible. Duró cinco semanas. No hubo un escándalo, ni un desenlace precipitado, gracias a la fortaleza del sistema en sí. Lo cual significa que la democracia, como expresión de civismo, de transparencia y de federalismo, no tiene contra. Resguardada, en los Estados Unidos, por la bonanza económica. Quizás otro habría sido el final si el enigma político hubiera metido la cola en el bolsillo de la gente. Pero no sucedió.
¿Es legítimo el triunfo de Bush? Es, al menos, el epílogo del drama. En el ínterin, sin embargo, el mismo hombre que quiso tomar distancia de Washington, en general, y de los juegos sucios de los congresistas republicanos que jalaron de la cuerda, al punto de romperla, con el impeachment (juicio político) de Clinton, en particular, demostró que, en realidad, no está tan lejos de ellos. Demostró que, por más dudas que hubiera sobre los votos en Florida, su estrategia era el apuro.
Bush, de hecho, quiso apurar la transición desde el comienzo. Sin cuentos ni recuentos. Seguro de que Gore, en circunstancias normales, no pudo perder en los condados de Florida en los cuales la comunidad judía, en especial retirados de buen pasar, jamás iba a votar por él, con mala estrella por la gestión de su hermano Jeb, el gobernador, ni, menos que menos, por un ultranacionalista como Pat Buchanan, sino por Joe Lieberman, el primer judío ortodoxo que aspiró a la vicepresidencia.
Lo más razonable, si Bush hubiera confiado en sí mismo, habría sido el recuento de todos y de cada uno de los votos dudosos con tal de legitimar el resultado. Y de legitimarse. O, incluso, una remota segunda vuelta. Pero no. Los republicanos alteraron su libreto histórico: en lugar de dirimir las diferencias en la arena política, en la cual pelean como gladiadores, recurrieron a los tribunales. Y desconcertaron a los demócratas, reyes del litigio en un país que siente el mismo afecto por los abogados que por los dentistas.
El factor sorpresa de Bush, con un margen escaso de votos a favor, llevó a la secretaria de Estado de Florida, Katherine Harris, más leal que su propio hermano, a mover toda la artillería legal en pos de convalidar en el Congreso del Estado los 25 electores, cruciales, mientras la Corte Suprema de Justicia, instancia máxima a la cual pudieron acudir antes de desempatar por penales en Marte, hacía malabares con la papa caliente que tenía entre manos. Washington, finalmente, ha sido decisivo para el candidato que se mostró, durante la campaña, como Clinton en 1992: un gobernador sureño que, con acento bien marcado, pretendía flechar como un forastero el corazón de Washington.
Imagen engañosa desde el momento en que el establishment respaldó a los dos, como siempre, pero puso más plata para Bush. Administrador, a su vez, del cofre de campaña que reunieron varios petroleros en Texas. En el nombre del padre y del hijo, en este caso.
Una cosa es ganar en las cortes, por más desagradable que sea, y otra, opuesta, es ganar de prepo. No permitir que la gente («We the people», como dice la primera línea de la Constitución) nunca sepa qué diablos votó en los condados de la discordia no es usual en los Estados Unidos. Ni en otros países. Será una duda eterna, como la victoria ajustadísima de John Kennedy sobre Richard Nixon en 1960.
El imperativo de ambos, más allá del poder como premio, era ganar. Lo llevan en la sangre, cual legado de padres con los que mamaron política desde chicos. Que haya ganado Bush era una posibilidad desde el momento en que las encuestas previas al 7 de noviembre no vislumbraban más que un empate y en que Gore, apresurado, concedió la derrota, luego rectificada, esa misma noche.
Fue el último error que cometió, acaso guiado por la miopía de asesores que concluyeron que debía apartarse de Clinton si pretendía imponer su propio estilo tanto en la campaña como en la Casa Blanca. Lo consideraron hielo sobre nuestras alas (textuales palabras). No por haber convertido el Salón Oval en un burdel, sino por el éxito de su gestión.
Clinton, supusieron, iba a sombrear el proyecto de Gore de renovación y cambio. Proyecto que, en la campaña, chocó contra la contradicción mientras decía a la gente que aún no había visto nada, y Bush, astuto, replicaba que, en ese caso, después de ocho años como vicepresidente, no tenía sentido que siguiera en carrera. Digna, dentro de todo, ha sido la retirada, dispuesto ahora a reparar las cercas del campo de su familia en Tennessee. Estado que descuidó por creerlo propio. Perdió allí, en casa, cual ilustre desconocido. O sapo de otro pozo.
Terminó ganando, gracias a Washington, el mayor detractor de Washington, en donde Gore pasó casi la mitad de su vida. Tendrán que amigarse. Bush y Gore. Bush y Washington. Bush y el país que se durmió en la madrugada del 8 de noviembre con la certeza de que era el presidente electo y amaneció el 13 de diciembre, 35 noches después, con la confirmación.
Una victoria estrecha no significa necesariamente una presidencia débil. Bush, devaluado en cierto modo por la pelea poselectoral, deberá lidiar con un Congreso hecho a imagen y semejanza del país, dividido en mitades e incapaz de inclinarse por uno, o unos, o el otro, o los otros. Con una mayoría de número nominal de los republicanos en la Cámara de Representantes; con una igualdad de bancas incómoda en el Senado. Con una premisa: legitimar el resultado y legitimarse a sí mismo durante el mandato. Y con una carga, o cargada, más popular que los votos de Gore: Clinton, vedado de un tercer mandato, les habría ganado a los dos juntos.
Posdata: lo importante es competir.
Be the first to comment