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La resurrección demócrata

Kamala Harris aplicó una máxima napoleónica durante el debate con Donald Trump: «Nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error». Le siguió la corriente y, con cejas arqueadas, suspiros, mano en el mentón, sonrisas condescendientes, miradas compasivas y gestos desdeñosos, mantuvo el pulso frente a las cámaras, pendientes de su compostura y de los berrinches de su adversario. Ciertamente, la vicepresidenta borró el desempeño penoso de Joe Biden en el primer mano a mano con el expresidente, más empeñado en insistir en el supuesto fraude electoral de 2020 que en calibrar la estrategia de 2024. Con Biden era más fácil para Trump, aprovechándose de sus olvidos y de sus confusiones. Los años y los daños no perdonan. Harris, en principio, remontó una cuesta. Cuatro de cada 10 votantes de los Estados vacilantes, llamados Swing States, sabían poco o nada de la primera mujer en la historia que ejerce la vicepresidencia de Estados Unidos. Se retrató a sí misma como la primera mujer negra de ascendencia india que ocupó el cargo de fiscal en (leer más)

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Los demócratas buscan un salvavidas

Joe Biden trastabilló como aquel que va con los cordones desatados. Subió la apuesta cuando propuso adelantar el primer debate para las presidenciales del 5 de noviembre. Fracasó contra un rival invencible: los achaques propios de sus 81 años. Donald Trump, apenas tres años menor, procuró mostrarse en forma y desafiante con su hándicap de golf cual espejo de su capacidad física y, sobre todo, mental. Como señaló su sobrina, Mary Trump, miembro del equipo de campaña demócrata, “durante toda mi vida he sido testigo del narcisismo y la crueldad de mi tío”. Ni el tío ni el presidente se dieron la mano antes del cruce y después de él en Atlanta. Algo inusual en una contienda electoral de Estados Unidos, más allá del rencor de Trump por haber perdido en 2020. En ese momento, sobre todo durante los inéditos pataleos de los muchachos trumpistas en el Capitolio para evitar el 6 de enero de 2021 la certificación de la victoria de Biden, Trump no movió un dedo en la Casa Blanca mientras veía o (leer más)

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Voto, luego debato

Dio en el clavo el consultor político norteamericano Alex Conant cuando preguntó: “¿Cómo te preparas para enfrentar a alguien que no se prepara?”. Era el dilema del candidato presidencial demócrata, Joe Biden, ante Donald Trump. En los debates de Estados Unidos previos a las elecciones del 3 de noviembre, Biden retó a un rival que, después de varias temporadas en el programa televisivo The Apprentice y tres años y monedas en la Casa Blanca, no necesitaba entrenarse para torearlo frente a las cámaras en plan de sacarlo de sus casillas. Sobre todo, en el primero de los dos debates. Un bochorno. El segundo, que iba a ser el tercero de no haberse suspendido por el positivo de Trump en COVID-19, resultó ser más prolijo con los recaudos del caso, pero tuvo un componente extra. La normalidad dentro de la nueva anormalidad. Doce días antes de la fecha clave, más de 48 millones de personas habían votado en forma presencial y por correo, según The United States Elections Project. Una movilización elocuente de la ciudadanía que (leer más)

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¿Y si gana Trump?

Donald Trump es algo así como un error del sistema o, en otros términos, de la globalización. El movimiento de malhumorados que encarna no nació ayer, en contra de las políticas de Barack Obama, sino anteayer, cuando cayó el Muro de Berlín, se desintegró la Unión Soviética y terminó la Guerra Fría (la real, la de dos arsenales nucleares apuntándose mutuamente). Entonces, el mundo duplicó su fuerza laboral. China abrió una hendija y, de pronto, una enorme masa de trabajadores se incorporó a la actividad privada. Lo mismo ocurrió en Europa Oriental. Hacia 2000 irrumpió en el escenario internacional Vladimir Putin, empeñado en restaurar el poder ruso. Trump promete ahora restaurar la grandeza de los Estados Unidos. Ambos comparten una visión autoritaria del poder. El capitalismo creyó encontrar la panacea en la globalización. La encontró, en realidad. Nunca tan pocos ganaron tanto ni tantos ganaron tan poco. La desigualdad ensanchó la difusa línea divisoria entre ricos y pobres, concentrados en una clase media tan inclusiva que le permitió al obrero de un país emergente equipararse (leer más)