En círculos se pavoneaba ella, como siempre después de un vuelo. La reconocí de inmediato, coqueta y distraída. Y corrí a su encuentro, seguro de que iba a dejarse llevar por mi mano firme. Desde ese momento, silenciosos los dos, no nos separamos. Iba pendiente yo, paso a paso, de su suave andar, cual cisne en un lago mientras se deslizaba graciosamente en medio de la multitud.
Y ahora, al final del camino, entre cuatro paredes embotadas de tantos turistas que, al igual que en el purgatorio, habían pagado por sus vacaciones con la vida anterior como moneda, retozaba ella en la alfombra. Esperaba, supuse, que rubricara en un instante los excesos de la pasión furtiva que habíamos vivido durante una semana, lejos de todo y todos, comprando recuerdos, hipotecando olvidos.
La miré de soslayo, ansioso y angustiado a la vez. El espejo no me devolvía mi identidad, sino mi impotencia. Mi cólera contenida. Que, en un rapto de locura, descargué con un salto último, como nuestra noche. La cremallera, atascada, se quebró finalmente. Y se quebró, también, mi última oportunidad. No tuve más remedio que deshacerme de aquella maleta.