Y un día estalló la paz

El acuerdo entre el gobierno de Colombia y las FARC marca el fin del conflicto más longevo de América latina




Mano a mano hemos quedado: Santos y Timochenko, bendecidos por Castro
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Por Jorge Elías

No fue el 23 de marzo, como estaba previsto, sino el 23 de junio de 2016. Fecha histórica. La del desenlace del conflicto más longevo de América latina. Más de 1.300 días de negociaciones, iniciadas en Oslo, demandó el apretón de manos en La Habana del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timoleón Jiménez, alias Timochenko. Detrás quedaron seis millones de desplazados, más de 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos. El país asiste al principio del fin de la guerra o al fin de la guerra como principio tras cinco décadas de violencia que marcaron a generaciones.

El cese el fuego bilateral y definitivo, antesala de la paz, figura en un borrador que, en algún momento, será sometido a un referéndum. Mientras tanto, las FARC se concentrarán en 23 zonas bien delimitadas y entregarán las armas, que serán fundidas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para erigir tres monumentos. Tanta rutina de guerra, después de varios experimentos de paz fallidos con las FARC y con la otra guerrilla, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), desmovilizados en 2003, apenas deparaba un “cauto optimismo” entre las partes.

“Nos llegó la hora de vivir sin guerra, nos llegó la hora de ser un país en paz”, aseguró Santos, acompañado por el anfitrión, Raúl Castro; otros presidentes latinoamericanos; el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y representantes de los gobiernos de Noruega y de los Estados Unidos. Ese respaldo rubricó aquello que parecía imposible, sobre todo por la necedad de una banda criminal con despliegue militar y armamento de guerra que, superado el auge de los grandes carteles colombianos de la droga, se dedicó a ese negocio en el virtual tránsito de los últimos años hacia México, donde la guerra estalló por otras causas.

¿Cómo son las FARC? Raúl Reyes (Luis Edgar Devia Silva, en realidad) había nacido el 30 de septiembre de 1948 en La Plata, Huila, y había sido concejal por el Partido Comunista en Doncello, Caquetá, y sindicalista de una multinacional de lácteos. Era el socio (concubino) de Lucía Marín, la hija de Pedro Marín, alias Tirofijo, alias Manuel Marulanda, jefe máximo de las FARC. Reyes iba a morir el primer día de marzo de 2008 en Ecuador, del otro lado de una frontera porosa e imprecisa en la cual la selva sólo depara calores y sustos. Lo sorprendió un operativo militar que contó con la venia del ahora presidente Santos, ministro de Defensa del gobierno de Álvaro Uribe.

Viví dos semanas con las FARC en San Vicente del Caguán, al sur de Colombia. Sobre la mesa de plástico, endeble como la paz, descansaba el fusil. Reyes, de barba entrecana y estatura mínima, oteaba a su alrededor. Su voz tranquila y su hablar sereno desentonaban bajo la gorra verde coronada con una estrella. Llevaba un arsenal en la pechera y en la cintura. A nuestro alrededor, guerrilleros de ambos sexos aferraban sus fusiles y seguían con atención la trayectoria circular de un bolígrafo que, al compás cansino de las palabras de Reyes, apuntaba: «Esperamos que esto no sea otro Vietnam. Toda América latina estaría involucrada. No nos interesa internacionalizar la guerra, sino la paz». Mentía. Era su especialidad.

Detrás de las gafas cuadradas de aumento, la mirada de Reyes no alcanzaba a dominar el refugio en el cual las FARC fingían entablar el diálogo de paz con el gobierno de Andrés Pastrana. Era un tinglado grande en el claro de una selva espesa, a la vera de un caserío humilde, Inspección Los Pozos, en el sureño departamento de Caquetá. Estábamos en la zona de despeje, de unos 42.000 kilómetros cuadrados. En ella, en mayo de 2000, regían las leyes de Villa Nueva Colombia. Regían la vacuna (impuesto revolucionario, seguro contra secuestros), la pesca milagrosa (secuestros al azar) y la justicia revolucionaria (resolución de riñas y conflictos al mejor postor).

Reyes hablaba como Dr. Jekyll, pero obraba como Mr. Hyde. Me lo había advertido en Bogotá un mediador entre cabecillas regionales de las FARC y parientes de los secuestrados que había logrado la liberación del padre de una buena amiga. Tunjo quiso llamarse para no revelar su identidad: «Ellos juegan con el dolor de las familias –me dijo–. Cada persona, por más humilde que sea, tiene su precio. El secuestrado siempre está enfermo y puede morir de un momento a otro. Es mentira. Lo asisten en todo momento, porque les reporta dinero. Es lo único que les interesa: el dinero”.

Semanas después del secuestro, el comandante alias, de la región que fuere, establecía contacto con la familia del rehén: «El señor está grave –decía por teléfono móvil desde el monte–. Piensa que ustedes se han olvidado de él. No, drogas (medicinas) no le hemos dado. Si en 15 días no reúnen el dinero, pues…». En 15 días, otro alias, de menor rango, llamaba de nuevo: «Está peor –decía con frialdad–. Se va a morir. A nosotros no nos importa. A ver… Le paso con el comandante. No, el comandante no quiere hablar con usted. Pregunta por el dinero».

Raúl Reyes me dijo: "No nos interesa internacionalizar la guerra, sino la paz"
Raúl Reyes me dijo: «No nos interesa internacionalizar la guerra, sino la paz»

Desde que había empezado a aventurarse en los montes, por caminos caprichosos en los cuales abundaban retenes militares, paramilitares, de las FARC y del ELN, Tunjo aprendió que debía llevar salvoconductos: whisky, comida, chocolate, cigarrillos y regalos, como maquillaje para las farianas (mujeres guerrilleras), ocultos debajo de libros, cuadernos y lápices que, aducía, eran para el colegio más cercano.

Recalé de ese modo a San Vicente del Caguán, unos 500 kilómetros al sur de Bogotá. Era un pueblo tomado en cuyas paredes se alternaban carteles del Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia, el brazo político clandestino de las FARC, con otros que tenían la inscripción «No más» y la mirada severa del Che Guevara. En las calles no había policías, sino milicianos civiles que iban a pie y controlaban, sobre todo, las cantinas. En ellas, pobladas de prostitutas estables y camioneros de paso, la cerveza y el aguardiente corrían a mares. No había vendedores de drogas. Por principios, me mentía Reyes, las FARC estaban contra los carteles, pero no por ello pensaban borrarlos del mapa. «A nosotros insisten en mostrarnos como el Satanás de este paseo”, concluyó.

Gracias a Tunjo, otro alias, el comandante Carlos Antonio Lozada, me había dado la bendición para ser admitido. En la Casa de la Cultura, convertida en la Oficina de Información de las FARC, recibieron mis datos por fax. Era el pasaporte para ir al caserío Inspección Los Pozos, a una hora de San Vicente del Caguán, por un camino serpenteante y mañoso.

El día comenzaba temprano a la vera de las montañas. Todos se levantaban a las 4.20 y apuraban un tinto (café). A las 6 servían el desayuno (chocolate y arepa de maíz, habitualmente). A las 12, el almuerzo (frijoles, arroz, arvejas y jugo de mora). A las cinco de la tarde, la cena. En el medio, clases de adoctrinamiento y ejercicios. Y a las ocho, a más tardar, a dormir. No había domingos ni feriados. Sólo un día libre por semana en el que jugaban voleibol, se bañaban, bailaban y escuchaban música.

La ecuación era pavorosa: si un chico o una chica de 14 o 15 años debía trabajar, no tenía más alternativa que enrolarse en las FARC o cultivar coca. La guerrilla no era rentable (no cobraban salario), pero daba más seguridad y prestigio que el campo, y el campo, a su vez, era rentable en tanto no fuera sembrado con maíz, papa, plátano o yuca ni poblado de vacas o gallinas. Conocí a varios en esa situación.

En el refugio de las FARC, durante ese par de semanas de incómoda convivencia, Tirofijo aparecía y desaparecía como un fantasma. Nunca hablaba. Tampoco hablaba su segundo, Mono Jojoy, de mirada ladina y gesto ceñudo. Los camaradas (miembros del secretariado) eran algo así como dioses. Uno de ellos, Alfonso Cano, considerado el máximo intelectual, quiso ser claro conmigo: «Somos subversivos y, definitivamente, estamos fuera del sistema democrático. Subvertir el orden constitucional es nuestra razón de ser, así como nuestra meta es tomar el poder político”.

En ese mundo había buenos, las FARC, y malos, los demás. Sin términos medios. La religión, concebida por el marxismo como el opio de los pueblos, no existía para ellos. Las parejas podían estar juntas, no unidas, en asociaciones (concubinatos) que duraban tanto como quisieran. Con una salvedad: tener un hijo (cometer un desliz) era descender al infierno. Del infierno salí en un avión de línea que, de casualidad, había aterrizado en San Vicente del Caguán. Me llevó al aeropuerto el chofer de Tirofijo, tal vez para cerciorarse de mi partida.

Le pedí ir a la iglesia antes de despedirnos. Nunca supo que no era para rezar, sino para regalarle a un cura argentino las provisiones que me habían sobrado. Recuerdo que las volqué sobre una mesa, entonces tan endeble como la paz.

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