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Por Ricard González
Cinco años después del primer brote de la Primavera Árabe, el panorama en la región es desolador. Siria, Iraq y Yemen, desgarrados por la violencia y los odios sectarios. Libia, sumida en el caos. Y la amenazante sombra del Daesh proyectándose ya sobre toda la región. Ahora bien, en ningún país la brecha entre las esperanzas suscitadas durante los primeros meses de 2011 y la triste realidad actual es mayor que en el Egipto del mariscal Abdelfattah al-Sisi, el régimen más represivo en la historia contemporánea del gigante árabe. Tan solo Túnez, cuna de aquella revuelta transnacional, se ha salvado de la quema.
El Gobierno liderado por Al-Sisi ha hecho retroceder el país varias décadas, instaurando una reproducción aproximada del denostado régimen de Hosni Mubarak -con sus abusos policiales, sus elecciones fraudulentas, la demonización de los Hermanos Musulmanes y la aplicación de políticas neoliberales-. Sin embargo, ni el Egipto ni el Oriente Medio de 2016 son los mismos que los de los años ochenta. Para imponerse y asegurar su continuidad, la contrarrevolución ha debido utilizar una violencia mucho más extrema.
En los últimos dos años y medio, las autoridades han arrestado a miles de personas entre las filas de la oposición, otros centenares han desaparecido -probablemente confinados en cárceles secretas- y más de 200 han muerto bajo custodia policial, ya sea a causa de las torturas o por negligencia médica. Se han prohibido las manifestaciones antigubernamentales. Mientras el régimen de Mubarak toleró a los Hermanos Musulmanes y nunca osó arrestar a su Guía Supremo, su líder se enfrenta hoy a unos 40 procesos judiciales, y ya ha recibido una sentencia a la pena de muerte. También los activistas que lideraron la Revolución de 2011, como Ahmed Maher y Ala Abdelfatá, se encuentran entre rejas.
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