Getting your Trinity Audio player ready...
|
¿Son los mandatarios los primeros que deben cumplir con las leyes que dictan?
Pocos acatan en España la ley antitabaco. Algunos propietarios de restaurantes y bares disimulan la superficie: está permitido fumar en locales de menos de 100 metros cuadrados; ocupan 99. Todo vale para montar el cartel con la leyenda: “Zona habilitada para fumar”. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, envuelto ahora en un rifirrafe con la oposición por proponer un aumento generalizado de impuestos, pretende endurecer la normativa contra el humo, en vigor desde 2006. Preservar la salud pública tiene un efecto colateral deseado: reducir “el elevado costo económico” para las arcas estatales a causa del tratamiento de enfermedades derivadas del tabaquismo.
En “el elevado costo económico” repara, también, un informe del Pentágono sobre el estado físico de las tropas norteamericanas. Fuman tres de cada 10 militares; el gasto anual en salud por esa razón ronda los 1600 millones de dólares. Sugiere el informe que debe prohibirse el consumo de tabaco en los cuarteles. Robert Gates, secretario de Defensa desde el gobierno de George W. Bush, sabe que una medida drástica sería contradictoria. Su jefe, Barack Obama, fuma siete cigarrillos diarios: “He hecho un gran esfuerzo, pero más de una vez he descarrilado”, confiesa.
¿Dónde fuma? Por razones de seguridad, en la Casa Blanca o, lejos de miradas indiscretas, en jardines y balcones. Puede fumar; ¿puede violar la ley? En el avión presidencial español, Rodríguez Zapatero fuma sus LM light. En el Palacio de Planalto, Lula fuma sus Café Crème. A falta de Belmont, Hugo Chávez acepta Marlboro en el Palacio de Miraflores. En el Tango 01, ministros e invitados fuman sin rubor durante el gobierno de Néstor Kirchner. En esos ámbitos y algunos más está prohibido echar humo.
En 2008, el ex canciller alemán Helmut Schmidt, de 89 años, y su mujer, Loki, de 88, fuman en un teatro. Les abre un sumario la fiscalía de Hamburgo. Frente a ello, mientras encadena sin parar sus cigarrillos mentolados, Schmidt se defiende: “Yo no fumo en la iglesia. Por ser fotografiado en idéntica circunstancia, el aún presidente Carlos Menem se ve en un aprieto a mediados de los noventa. En esos años, un médico norteamericano logra que el condado de Montgomery apruebe un proyecto para multar a aquellos que osen fumar en las calles y los parques de Friendship Heights, cerca de Washington. Aduce “el elevado costo económico” de la recolección de las colillas. El condado, finalmente, archiva el proyecto.
Otro médico propone ahora algo parecido en Nueva York. Es la cruzada Cuídate Nueva York 2012. Coincide con la campaña por la reelección del alcalde Michael Bloomberg, comprometido con Bill Gates en la lucha contra el tabaquismo. En Nueva York, “ciudad sin tabaco” desde 2002, rigen con éxito casi las mismas restricciones en espacios cerrados que en Buenos Aires, desde 2007, por iniciativa de los legisladores Paula Bertol y Helio Rebot.
Desde 1978, la industria tabacalera prepara su estrategia de supervivencia frente a la inminente ola de juicios y cercos legales: “Con un aumento general de la esperanza de vida, necesitamos algo para que la gente muera –dice un escalofriante informe secreto de ese sector revelado en Londres–. En sustitución de los efectos de la guerra, la pobreza y el hambre, el cáncer, considerado la enfermedad de los países ricos, tiene un papel que jugar”.
El informe de la firma Campbell-Johnson, titulado A Public Relations Strategy for the Tobacco Advisory Council Appraisal & Proposals, ahora desclasificado por el gobierno británico, es una hoja de ruta para la industria que no debe cobrar estado público: “El tabaco tiene la función social de limitar el número de personas mayores dependientes que la economía debe mantener”, martilla.
De ser cierto, el “elevado costo económico” en la salud pública sería compensado con el ahorro en jubilaciones y pensiones por las muertes tempranas. Es una especulación fría y cruel.
No por la salud ni la economía, sino por preservar la cultura, el líder tibetano Shabdrung Ngawang Namgyal prohíbe el consumo de tabaco y opio al crear una teocracia en Bután en el siglo XVII. Desde el 17 de diciembre de 2004, día nacional, el reino budista que mide la felicidad bruta interna en lugar del producto bruto interno a la vera del Himalaya es el primer país que no permite fumar en la vía pública ni vender tabaco. Como la perfección no existe, el rey Jigme Singye Wangchuck fuma; asegura, como Obama, que está “tratando de dejarlo”.
En 1977 concluye el ciclo del último presidente de los Estados Unidos que no debe ocultarse para fumar: Gerald Ford. En España, el primer presidente democrático tras la dictadura de Franco, Adolfo Suárez, agita entonces su cigarrillo frente a las cámaras. Tres décadas después, el secretario Gates decide no prohibir fumar a soldados que, entre otros desafíos, arriesgan sus vidas en territorio talibán. Al fin de cuentas, Obama fuma donde Bill Clinton ha hecho de las suyas con puros apagados y, para desquicio del servicio secreto, encendidos. Ciertas licencias no prescriben.
Be the first to comment