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En Washington, por los informes falsos, renunció George Tenet a la CIA; en Londres, su par Scarlett ha sido ascendido
Los perseguía la inteligencia, pero demostraron que eran más rápidos que ella. Y demostraron, también, que una guerra no se libra en un solo escenario, sino en varios, más sutiles y delicados, en los cuales poco vale la voluntad popular. Si no, George W. Bush y Tony Blair no hubieran podido ignorar a más de la mitad de sus compatriotas, convencida de que exageraban, o mentían, sobre el peligro que representaban las hipotéticas armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein y sus difusas conexiones con Osama ben Laden. Ni hubieran podido ser exonerados después de las investigaciones sobre la labor de los servicios secretos encaradas en sus respectivos dominios.
Bush y Blair salieron ilesos. Con raspones, apenas, después de haberse tirado sin paracaídas desde un avión. En Washington dimitió George Tenet, director de la CIA, por mentiras deliberadas, negligencia dolosa y distorsión de los hechos. En Londres, como correlato de un estudio superficial sobre la deformación de los informes del MI6, no ha pasado nada. Era mejor para determinados sectores que su autor, lord Robin Butler, no encontrara «pruebas para cuestionar la buena fe del primer ministro». Y así fue.
Dios salvó a Blair después de la tercera investigación sobre las razones por las cuales cerró trato con Bush en la guerra contra Irak antes de que tuviera los desprolijos informes de inteligencia con los cuales confirmó que la decisión era acertada. Tan acertada que ahora, «con todo el dolor de mi corazón», admitió que «probablemente nunca aparecerán» las armas. Tan acertada que, según ambos, el mundo debe agradecerles verse liberado de un canalla como Saddam, no menos peligroso que otros rais cuyo único mérito ha sido no interrumpir el suministro de petróleo al exterior.
Gracias a la investigación pedida por él mismo, Blair ha hallado una herramienta legal para justificar su actitud. El MI6 y el gobierno exageraron los informes de inteligencia, pero se comportaron con dignidad. «No hubo un intento deliberado de engañar», concluyó lord Butler. Moraleja: merecido el ascenso para John Scarlett, ex jefe del Comité Conjunto de Inteligencia y portador de los controvertidos datos sobre la existencia del arsenal en septiembre de 2002, al rango de espía mayor del Reino Unido.
Si Saddam no tenía las armas ni disposición para usarlas, ni había comprado uranio enriquecido a Níger, ni comulgaba con Ben Laden, ¿qué responsabilidad cabe a Blair y Bush en la muerte de centenares de soldados británicos y norteamericanos y de miles de iraquíes, así como en las pérdidas económicas y en la sensación de mayor inseguridad en el mundo que sólo ellos insisten en refutar?
En coincidencia con la presentación de las conclusiones de Butler en Londres, Bush redondeó el miércoles una respuesta en una escala de campaña en Waukesha, Wisconsin: «Aunque no hemos encontrado las armas de exterminio, hicimos lo correcto al entrar en Irak y, porque lo hicimos, los Estados Unidos son hoy un lugar más seguro». Blair, a su vez, declaraba ante los parlamentarios británicos: «Irak, la región y el resto del mundo son, sin Saddam, un lugar más seguro». Seguro contra terceros, digamos.
La inteligencia dejó de perseguir a Blair y Bush, pero, en los Estados Unidos en particular, falló decisivamente en prevenir desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 hasta en hallar las armas de destrucción masiva.
Errores entre espías y presidentes siempre ha habido: en los cuarenta, con Franklin Roosevelt; en los sesenta, con John Kennedy; en los setenta, con disputas entre la CIA y el FBI. Nunca había habido, empero, una operación de tal magnitud que fuera capaz de desprestigiar a los servicios secretos en beneficio de intereses económicos, ligados a la explotación del petróleo y la reconstrucción de un país destrozado, y políticos, ligados a las reelecciones de Bush y de Blair y, más que todo, a la continuidad de un plan de dominación geoestratégica.
Butler, funcionario retirado del Servicio Civil británico con una beca en la Universidad de Oxford, aplicó el mismo criterio que el Senado de los Estados Unidos en su investigación sobre las causas de la guerra: denunció fallas graves del servicio secreto, pero exculpó al gobierno. No juzgó personas, sino métodos. Y, flemático, sólo dejó entrever que Blair «no se prestó al debate» y que era imposible que Saddam disparara sus armas en 45 minutos contra las bases británicas en Chipre.
¿»Armas», dijo? En ambos casos, las culpas recayeron en el profesionalismo escaso de los servicios secretos, no en la mala fe de los gobernantes. Como de agencias descentralizadas se trata, quizás todo haya sido un vil complot de Michael Moore con tal de promocionar su película Fahrenheit 9/11.
Blair se las ha arreglado en siete años de gobierno para ser tan popular en los Estados Unidos como impopular en Europa, por más que sea un fanático del euro, y en el Reino Unido. Ha tenido el raro don de forjar amistades, más que alianzas, con un conservador dogmático como Bush y, antes, con un liberal pragmático como Bill Clinton. Con los dos hizo guerras, honrando los lazos transatlánticos anudados, entre otros, por Margaret Thatcher y Ronald Reagan mientras emplazaban misiles de alcance intermedio y, con la intervención de una y la omisión del otro, ganaban la Guerra de las Malvinas.
Con Bush, según el propio Bush, tuvieron en común desde que se conocieron la afición al Colgate. Y la religión, desde luego: Blair lleva la Biblia en vacaciones. Esa devoción, no tan pública y notoria como en el caso de su socio, le ha provocado roces con su gabinete. Al punto que quiso terminar a la americana, con un «God bless you (Dios los bendiga)», su discurso sobre el anuncio de la guerra, pero tuvo que pronunciar un aséptico «thank you (gracias)». En alguna oportunidad hasta llegó a ofenderse con un periodista de la BBC por una pregunta que creyó capciosa: si era verdad que las reuniones entre ambos comenzaban con una oración.
Fuera verdad o no, ambos sortearon trances parecidos con recursos parecidos: ha sido más incisiva la investigación norteamericana que la británica sobre la labor de los servicios secretos. El meollo del asunto, sin embargo, no ha sido resuelto: ¿por qué demonios se embarcaron en una guerra ilegal, no autorizada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que, ante la falta de evidencias, terminaron centrando en la brutalidad de un rais no diferente de otros de la región?
Después de los cincuenta, según George Orwell, uno tiene la cara que se merece. Blair y Bush, frente al espejo, se ven seguros, guerreros, idealistas, persuasivos y, más allá de toda sombra de duda, convencidos de que han hecho el bien. Demostraron, por ejemplo, que una guerra no se libra ni se gana en un solo escenario, sino en varios: la diplomacia, la inteligencia, la opinión pública, la economía y el campo de batalla.
Perdieron en todos menos uno, la guerra en sí, si uno observa el tránsito desde el Consejo de Seguridad hasta las ruinas de Irak. Error. Aprobaron el test de inteligencia. Y ganaron en esos escenarios, y algunos más, el premio mayor del mundo y sus alrededores: la impunidad.
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