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El fin de la guerra contra Irak, disciplinar aliados que se volvieron enemigos, impone un laberinto de nuevas reglas
A la vuelta de unas breves vacaciones de Semana Santa en Nassau, Felipe y Letizia iban a abordar en Miami un vuelo regular de Iberia rumbo a Madrid. Nada extraordinario, por más que se tratara del príncipe de Borbón y su prometida. Nada extraordinario, hasta que se vieron conminados por los encargados de seguridad del aeropuerto a abrir sus maletas para una requisa. No sirvió que uno de sus acompañantes arguyera el apoyo de José María Aznar a George W. Bush en la guerra contra Irak. «¡Somos vuestros aliados, no podéis hacer esto!», exclamó. Tampoco sirvió que un oficial del consulado español intentara explicarles que estaban frente al heredero de la Corona.
La casa real restó importancia al incidente, provocado, dijo, por el incremento de las medidas de seguridad después de dos fechas ominosas: el 11 de septiembre de 2001 y el 11 de marzo de 2004. La falla había sido de la comitiva de Felipe por no haber avisado de su escala en Miami con 72 horas de antelación, como indica la ley; hubieran sido acompañados por un oficial del Departamento de Estado o del servicio secreto. Letizia, a su vez, no tuvo mejor idea que ir al baño después de la requisa; inspeccionaron por segunda vez su bolso y, con ello, se demoró la partida del avión.
El incidente en sí contenía un mensaje: si los inminentes protagonistas de la boda del año han sido sometidos sin «tutía» a los rigurosos controles antiterroristas de un país al cual el gobierno español había dado un respaldo decisivo en un momento clave, ¿qué nos queda a nosotros, el resto de los mortales, plebeyos sin medio título nobiliario, en cuanto intentemos trasponer el detector de metales? Rigores parecidos o aun peores.
Por trivial que haya sido, el contratiempo de la pareja real iba a resumir las reglas de un orden alterado por las circunstancias, empezando por la voladura de las Torres Gemelas y terminando por los atentados en Atocha. E iba a resumir, también, el contenido de otro mensaje de mayor calibre: la guerra contra Irak, cual madre de todas las batallas y de todos los mensajes, ha sido la ruptura definitiva con las viejas reglas y con aquellos que, como Saddam Hussein y Osama ben Laden, recibieron aliento, instrucción, armas y fondos de Occidente y de los petrorregímenes árabes con el fin de contrarrestar, durante la Guerra Fría, desde la expansión de Irán hasta la invasión soviética.
Es decir, la ruptura definitiva con aquellos que hicieron el trabajo sucio en sitios remotos y evitaron, de ese modo, una intervención directa de las tropas norteamericanas, afectadas por el síndrome de Vietnam. La lista no concierne sólo al mundo árabe: hasta Vladimiro Montesinos, el monje negro del ex presidente peruano Alberto Fujimori, está en ella por haber sido colaborador de la CIA. En hechos usuales y cotidianos, como abordar un avión, nosotros, los plebeyos, padecemos las consecuencias.
En el mundo árabe, concretamente, aquellos aliados de ocasión eran los combatientes de la libertad que en los ochenta frenaban a Irán, preservando el petróleo, y hacían capitular al Ejército Rojo en Afganistán, para instaurar el régimen talibán. En los noventa, cerrados los grifos de la financiación, pasaron a ser los parias de la globalización. Bandas de terroristas y de narcotraficantes que, en principio, iban a extinguirse por sí solas. O vender su jihad (guerra santa) en focos de tensión bien demarcados y controlados, como Palestina. Pero fueron por más. Uno, Saddam, haciendo una guerra convencional de alcance limitado; el otro, Ben Laden, haciendo una guerra no convencional de alcance ilimitado.
Desde la primera Guerra del Golfo, Occidente (en especial, los Estados Unidos) debió apelar a sus propias tropas por razones de fuerza mayor: el abastecimiento de petróleo, en peligro por la incursión de Irak en Kuwait, y la seguridad de Israel.
La victoria militar de la coalición no cercenó el poder político de Saddam. Lo ensalzó, por más que, desde la perspectiva árabe, haya sido la causa por la cual Yasser Arafat debió avenirse a entablar acuerdos con los israelíes. Las condiciones de vida de la gente, mientras tanto, empeoraban en la región. La segunda intifada (sublevación palestina), iniciada en septiembre de 2000, coronó el mensaje: Ben Laden iba a aprovecharse de ella, y de sus métodos suicidas, para sumirnos a todos en un laberinto sin retorno de miedos más profundos que los ocasionados por las turbulencias durante el vuelo.
Frente a los atentados ocurridos un año después en los Estados Unidos, en los cuales aviones comerciales pasaron a ser misiles terroristas, Bush debió admitir que los aliados de los ochenta eran los enemigos del nuevo milenio. Fuera de juego Saddam, capturado en diciembre de 2003 como correlato de la guerra sin fin, Ben Laden ha hecho de una marca registrada, Al-Qaeda, un peligro constante que no mermó con la invasión de Afganistán.
Al-Qaeda no depende de él, sino de redes descentralizadas o células dormidas que operan bajo denominaciones diferentes. Algunos lugartenientes, como el cerebro de los atentados de Atocha, Rabei Osman El Sayed Ahmed, alias Mohamed el Egipcio, detenido en Milán, actúan por su cuenta. «Yo me muevo en solitario; ellos trabajan en grupo», dijo a su amigo Yahía Mouad Mohamed Rajah, según las escuchas telefónicas de la policía italiana.
La intervención militar en Irak, según partes de inteligencia, ha incrementado su capacidad de reclutamiento de jóvenes y mujeres radicalizados por la guerra, primero, y por los abusos, después. La humillación, el desarraigo y el desamparo frente a la llamada arrogancia norteamericana han creado el caldo de cultivo de la adhesión a la causa. Disyuntiva similar a la que enfrentan algunos adolescentes colombianos: cultivar coca para ganarse el pan o tener la comida asegurada en la guerrilla.
La causa original de los grupos descentralizados de Al-Qaeda, enfocada en la lucha contra los gobernantes seculares de sus propios países, ha derivado en la venganza contra los Estados Unidos por el encarcelamiento o el asesinato de sus líderes; en su mayoría, religiosos. En otros casos, la ayuda financiera ha sido determinante para cambiar el objetivo, reseñando las atrocidades y las injusticias cometidas contra los musulmanes. De ahí, la crueldad con la que un terrorista decapitó a Nick Berg, norteamericano, de 26 años, contratista en Irak, con la consigna de «¡Alá es grande!», o la saña con la que otros planeaban atentar contra el metro (subte) de París o abrir la compuertas del Támesis para inundar Londres.
El primer Ben Laden incitaba en 1992 a los creyentes a matar soldados norteamericanos en Arabia Saudita y en el Cuerno de África. El segundo Ben Laden incitaba en 1998 a los creyentes a matar civiles norteamericanos en todo el mundo. El último Ben Laden, consumadas varias tragedias, incita a los creyentes a atacar «todos los lugares, bases y medios de transporte, en especial aerolíneas de los Estados Unidos y Occidente».
Pega donde sabe que más duele: el abastecimiento de petróleo (la monarquía saudita, bajo cuyas narices 22 rehenes fueron asesinados en un ataque contra un complejo residencial para extranjeros, está sentada sobre reservas del orden de los 260.000 millones de barriles) y la seguridad en medios de transporte, aviones (Estados Unidos), trenes (España), autobuses (Israel).
¿Qué nos queda a los plebeyos, pues? Pasar el mismo trance que Felipe y Letizia, asumiendo como habitual, en la mayoría de los aeropuertos de los Estados Unidos y de Europa, que uno debe quitarse los zapatos y el cinturón antes de trasponer el detector de metales. Y, después, ajustarse el cinturón mientras nuevas cuadrillas hurgan nuestros bolsos dentro del avión. Algo así como un nuevo código de convivencia signado por la desconfianza frente a los degradados combatientes de la libertad.
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