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Bush elogió hace más de un año la ampliación de la OTAN, pero, según diplomáticos europeos, extendió mucho el mapa
A fines de marzo de 2003, la Casa Blanca solicitó al Capitolio 74.500 millones de dólares adicionales para la guerra contra Irak. Parte de esos fondos iba a ser destinada a la lucha contra el terrorismo en los 48 países enrolados en la coalición. Entre ellos, Eslovenia. ¿Eslovenia? Su primer ministro, Anton Rop, estalló como pólvora: George W. Bush había confundido a su país con Eslovaquia. No era la primera vez: cuatro años antes, como gobernador de Texas, había recibido en su rancho de Crawford al canciller de Eslovenia; después dijo que había estado con el canciller de Eslovaquia.
Hasta Silvio Berlusconi, supuestamente más familiarizado con ambos países por mera cercanía, presentó a Rop como el primer ministro de Eslovaquia en una conferencia de prensa realizada en diciembre de 2003 en Roma. En los actos oficiales de terceros no es raro que, a veces, se ejecute el himno nacional de uno en lugar del otro. Ni es raro que, en cócteles, los diplomáticos repasen con humor esos descuidos.
Después de la confusión en el Capitolio, disparó un diplomático de origen europeo escudado en la informalidad de un encuentro casual con sus pares, Rop se quejó ante el Departamento de Estado: recibió una compensación por haber colaborado en la guerra contra el régimen talibán en Afganistán.
Casi al mismo tiempo, Eslovenia y Eslovaquia quedaron incorporados a la alianza atlántica (OTAN) y, desde ayer, a la nueva Unión Europea. Un club corregido y aumentado con 10 nuevos miembros (ocho de los cuales pertenecían la órbita soviética) cuya dimensión no mueve un pelo a los norteamericanos: piensan, por ejemplo, que no usan euros, sino eurodólares.
Más allá de esa percepción, Bush coronó en el Capitolio la fama que se había ganado desde que, sorprendido por un malicioso interrogatorio por televisión mientras aún era candidato, no supo quiénes eran los líderes de la India, Paquistán, Taiwan y la república rusa de Chechenia; sólo acertó uno a medias con una pregunta que quiso ser ocurrente: “¿Y usted, los conocía?” No cosechó aprobación ni piedad: “Yo no me presento para la presidencia de los Estados Unidos”.
Apenas dos días después de haber confundido a Eslovenia con Eslovaquia en el Capitolio, Bush celebró en la Casa Blanca la inscripción de ambos países y otros cinco en la OTAN. En el acto trazó un mapa amplio de la organización. Tan amplio que dejó perplejos a los diplomáticos extranjeros de buen oído: “Todas las democracias, desde el mar Báltico hasta el mar Negro, deben tener la misma oportunidad para sumarse a las instituciones de la Unión Europea”.
Había incluido súbitamente a Turquía, el país de Atatürk, resistido por los socios más antiguos del club. Algunos de ellos, como Francia y Alemania, estaban heridos por haber sido tratados como dinosaurios de la vieja Europa a raíz de su rechazo a la guerra contra Irak. No soslayaron, empero, el fino detalle de Bush hacia uno de los aliados de la coalición.
Lo dejaron pasar, de modo que el tiempo diluyera el efecto. Sobre todo, por tratarse de un presidente de furcios frecuentes, capaz de decir que “soy un maestro en bajas expectativas”, que “creo que la guerra es un lugar peligroso” o que “lo admito, no soy un gran lingüista”. En la campaña de 2000, en Los Angeles, intentó hablar español con el electorado latino: “Yo quiero tu bota”, dijo; voto quiso decir. También memoró, en una entrevista, su lectura favorita en la infancia: La oruga hambrienta, editado un año después de su graduación en la universidad. Como presidente no cambió demasiado: llamó grecianos (grecians) a los griegos y kosovarianos (kovosarians) a los kosovares. El talibán era, antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, “el grupo de música rock más grande de los Estados Unidos”.
En su primer viaje a Madrid, el segundo al exterior en su vida adulta, José María Aznar pasó a ser José María Anzar y España pasó a ser una república (yo que usted, Su Majestad, me cuido). Aznar, aquel que en las Azores apoyó la guerra en compañía de Tony Blair, terminó siendo profesor asociado de liderazgo global en la Universidad de Georgetown, Washington, después de ocho años de gobierno. Antes, en los debates en el Consejo de Seguridad de la ONU, le había prodigado casi amor eterno a Bush, según describe el periodista Bob Woodward en el libro Plan of Attack (Plan de Ataque):
–Tú sabes que muchos de nosotros estamos contigo –dijo Aznar.
–Lo sé totalmente –asintió Bush.
–Cada vez que tomes asiento en tu despacho recuerda que estamos contigo. Siempre tendrás un bigote cerca de ti.
Telón lento.
Era el consuelo de un sondeo frustrante: Vicente Fox y Ricardo Lagos, sus esperanzas en América latina, se habían negado a votar favorablemente en el Consejo de Seguridad. “Hay que tener en cuenta estas dos conversaciones –le dijo Bush a Blair–. No son noticias positivas. Se ha terminado.” Temía haber hecho más enemigos que amigos, intervino otro de los diplomáticos después de haber dado cuenta de un canapé. Tantos enemigos, por más que no lo fueran en realidad, que no los podía contar.
Frente a ello, el rechazo del patio trasero a la guerra era casi unánime: sólo Colombia (acosada por su propio terrorismo) y América Central (atada al inminente acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos) iban a apoyar a Bush. Otro tanto sucedía en la Unión Europea en vísperas de su expansión de 15 a 25 miembros: Polonia, uno de los nuevos socios, iba a cobrar preeminencia frente a la rebeldía de Francia y Alemania. En Oceanía, descansaba en el hombro del primer ministro de Australia, John Howard.
La guerra por sí misma, así como los atentados en Madrid, ha condicionado aquello que iba a ser la reproducción en gran escala de la recomposición de Alemania. El final de la Cortina de Hierro, como supo llamarla Winston Churchill, alterado por un fenómeno urgente, el terrorismo, y por una guerra coincidente, Irak, que no figuraban en el presupuesto de la ampliación, pautado el 13 de diciembre de 2002 en Copenhague. Como tampoco figuraban las divisiones internas: Chipre, otro de los nuevos socios, no ha logrado tumbar el muro levantado en 1974 entre turcochipriotas y grecochipriotas. Greciochipriotas, corrigió otro diplomático, burlón.
Cooperación y democracia, lemas de la Unión Europea, enfrentan el peligro de la debilidad frente a la expansión, convino, serio. Cuanto mayor sea, más débil será, agregó, convencido de que, después de dos guerras mundiales y una guerra fría, el continente no ha cortado el cordón umbilical con los Estados Unidos.
La división, sin embargo, no proviene de adentro, sino de afuera, por una eventual impotencia frente a urgencias y desafíos (desde nuevas tecnologías hasta gasto militar). Bush, terció otro diplomático, ha liquidado el discurso, a menudo superficial, que unía ambas orillas del Atlántico desde antes de la voladura de las Torres Gemelas: rompió con el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global y bregó por el escudo antimisiles. Y descuidó las formas. En su léxico, “estamos haciendo un progreso inamovible”. Con Eslovenia, o Eslovaquia, o viceversa, supongo.
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