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Tanto Barak como Arafat quieren promover la apertura de posiciones cerradas en un conflicto que lleva más de 52 años
Desde el apretón de manos entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat en la Casa Blanca, el 13 de septiembre de 1993, Bill Clinton cree con firmeza que la paz en el Medio Oriente depende, más que todo, de la buena voluntad de sus líderes. Capaces de lidiar con sus rivales domésticos como él con la oposición republicana del Congreso. Mayoritaria desde 1994.
Y razona: si yo puedo, ellos también pueden. ¿Es tan simple? Seguro, según la lógica occidental. Poco afín, en verdad, con la realidad de Israel y de los países árabes. Que, en tren de resolver conflictos, usan otra vara. Menos democrática, a los ojos de este lado del mundo, y más efectiva, a los ojos de ellos mismos. A Dios rogando y con el mazo dando, en definitiva.
En su nombre, al cual minorías israelíes y árabes han implorado por el fracaso de las negociaciones en Camp David, pueden hacer justicia y, asimismo, cometer injusticias. Como el crimen de Rabin, en noviembre de 1995, perpetrado por un extremista judío como correlato del apretón de manos con Arafat.
Punto muerto, o retroceso, del proceso de paz que, tras el interinato de Shimon Peres, sólo reportó mil y una noches de frustraciones frente al muro de los lamentos, o de las negativas frecuentes, que tendió Benjamin Netanyahu, ultraconservador.
Con Ehud Barak como primer ministro, dispuesto a sintonizar la frecuencia de Clinton y de Arafat, comenzó una nueva etapa en julio de 1999. Más conciliadora. Pero ello no significa que hayan calzado los tres pilares que trazó ante la Knesset (Parlamento): unidad, armonía y paz. Ni que coincida con él, o con ellos, el arco iris de siete partidos con el cual llegó al poder.
En él orillan la derecha de Shas y la izquierda de Merets. Agua y aceite diluidos en el laborismo que Barak exalta invocando a Rabin. Sin paz, en procura de la unidad y de la armonía, mientras zigzaguea entre el razonamiento occidental y la fidelidad patriótica, entre los compromisos internos y las urgencias externas, entre el cielo y la Tierra.
Poco antes de partir hacia Camp David, en donde Jimmy Carter se reunió en 1978 con Menachem Begin y con Anwar al Sadat, Barak perdió el respaldo de Shas, del Partido Nacional Religioso y de Israel be Aliya. Desertaron de la coalición gubernamental seis ministros (entre ellos, el de relaciones exteriores, David Levy, llamativa su ausencia en la cumbre) y 26 parlamentarios (17 de los cuales han sido bendecidos por rabinos sefaradíes, de origen árabe).
El arco iris ha ido disipándose. Situación complicada mientras Arafat, en guardia frente a una oposición radical que sospecha corrupción, se puso de acuerdo en un punto con el presidente de Egipto, Hosni Mubarak, antes de la cumbre: establecer líneas rojas contra las llamadas políticas de papel mojado de Israel.
Es decir, no aceptar acuerdos a medias que supongan nuevos períodos transitorios sobre cuestiones tan cruciales como el status de Jerusalén (en cuyo sector oriental, anexado por Israel tras la guerra de 1967, los palestinos pretenden fundar la capital de su futuro Estado) y el retiro de los 170.000 colonos judíos, considerados ilegales, que viven en Cisjordania y en la Franja de Gaza (el territorio en sí del Estado en ciernes cuya fundación sería en septiembre).
Son tragos difíciles de digerir para Barak, blanco y negro en todo, por más que haya demostrado buena voluntad, en sintonía con Clinretirada de las tropas israelíes del sur del Líbano después de 22 años de ocupación. En inferioridad de condiciones, también, por la presencia, en Camp David, de una delegación de palestinos opositores con la cual Arafat, astuto, intenta demostrar consenso interno, de modo de negociar con más fuerza, frente a la resignación del anfitrión y del otro convidado. No de piedra, precisamente.
Toda cumbre entre árabes e israelíes depara una esperanza y, al mismo tiempo, una desilusión. Nunca es la última. Ambos convienen en que han desperdiciado oportunidades. Y en que, a medida que pasan los años, crece, de un lado de la frontera y del otro, una exigencia concreta: que el final sea el final, de una vez, de modo de no seguir mirando la paz desde la vereda de enfrente. Sin poder alcanzarla, como esos sueños que mueren, o se escapan, apenas abrimos los ojos.
Arafat suele decir que para bailar el tango hacen falta dos. Son, con Clinton como mediador, mucho más que dos. Que Barak haya perdido acciones en el ala derecha del arco iris, o de la coalición gubernamental, no representa necesariamente un revés entre la gente que votó por él, dispuesta, en muchos casos, a concesiones dolorosas con tal de vivir como debe, no como puede. En Camp David dejó entrever buena voluntad con la posibilidad de permitir, finalmente, que Palestina tenga su capital en Jerusalén, ciudad sagrada para unos y otros.
Barak encuentra oposición en el sector ortodoxo que, en su momento, tildó de traidor y de nazi a Rabin. Y que, en medio de los replanteos de una era signada por ellos, cala hasta el hueso con la contradicción intrínseca del Estado de Israel: religión versus laicismo, judaísmo versus democracia, cultura oriental versus cultura occidental. Temas de debate en casa, como también, entre los palestinos, el reparto de las cuotas de poder en un sistema de gobierno manejado con puño de jeques e índice de sultanes.
Una nueva generación de líderes árabes, mientras tanto, va llenando los casilleros que dejan vacantes las muertes de sus mayores. De los halcones. Lo cual habla, por un lado, de una mayor apertura con tal de atraer inversiones (imperiosas en algunos casos) y, por el otro, de la posibilidad de una mayor flexibilidad con Israel. Sucede por primera vez desde que estalló el conflicto. En 1948, con la creación de ese Estado.
Es el caso de Siria, la peor amenaza mientras vivía Hafez al Assad, con una perspectiva diferente desde que asumió el poder su hijo Bashar, formado en Londres. Nada garantiza, sin embargo, que la camada joven, más cercana a las computadoras que a los fusiles, soslaye las presiones de los grupos radicales. Como sucede en Israel con los ortodoxos. Presiones que Clinton quisiera arreglar como sus entuertos con la oposición republicana del Congreso. Alternativa políticamente correcta en un solo vértice del triángulo después de casi ocho años de intentos vanos. En los cuales, a pesar de los desencuentros, hubo diálogo y apretones de manos. Históricos y vacilantes a la vez, saldo a la orilla de sus dos mandatos.
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