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Menos libertad y más sensibilidad son el saldo que advierte Europa como consecuencia de la política contra el terrorismo
Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa no pudo reparar sus errores ni solucionar sus problemas. Cada vez que se vio en apuros, los Estados Unidos acudieron en su ayuda. Puso en evidencia, con ello, sus flaquezas. Ese síntoma, más allá de los agradecimientos de rigor, nunca dejó de ser una cruz que debieron cargar, a su vez, todos los presidentes norteamericanos desde el desembarco en Normandía. Entre ellos, George W. Bush se llevó la peor parte por su respuesta a la voladura de las Torres Gemelas, considerada exagerada, y por su política contra el terrorismo, considerada desproporcionada.
Poco antes, mientras el mundo occidental aún incorporaba la democracia y el libre comercio como un estilo de vida, Bush había dado indicios de que los Estados Unidos cerraban filas en sí mismos en cuestiones que trascendían sus fronteras y que habían sido suscriptas por Bill Clinton, como las adhesiones a la Corte Penal Internacional y al Tratado de Kioto sobre el calentamiento global.
El terrorismo cambió todo, desde el 11 de septiembre de 2001, por haber vulnerado su territorio. Dejó de ser una realidad virtual o lejana que, hasta ese día, había estado conectada con planes abortados en casa, como el ataque contra el mismo blanco en 1993, o planes concretados en el exterior, como los ataques contra las embajadas en Kenia y Tanzania en 1998. La indignación inicial, espontánea y lógica, precedió períodos de aparente indiferencia.
Bush, sorprendido en casa, mostró la cara menos amable de un león herido. Pero Europa, ensimismada por la caída del Muro de Berlín, la apertura hacia el Este y su consolidación como bloque, no pasó por alto una señal estremecedora: los Estados Unidos, que tanto habían hecho por abolir la tortura como firmantes de los acuerdos de la convención de Ginebra, se permitieron llamar combatientes enemigos a sus prisioneros de guerra (contra el régimen talibán en Afganistán y contra Irak), de modo de aplicar en los interrogatorios métodos reñidos con el derecho internacional y con el derecho norteamericano.
En ello, pese a los calores electorales, los demócratas no opusieron resistencia en el Capitolio, así como en la definición del mal a secas que emprendió Bush, desde la reformulación de la doctrina de la seguridad nacional en 2002, contra todo aquel que no coincidiera con él. Todo quedó en evidencia con las patéticas fotos de los maltratos a los detenidos en Abu Ghraib y en Guantánamo, mantenidos en un limbo legal que se suponía más familiarizado con organizaciones marginales que con Estados nacionales. En este caso, con el principal Estado nacional, espejo de los otros.
En casa mando yo, pero mi mujer toma las decisiones. En los Estados Unidos es igual: manda la Casa Blanca, pero el Capitolio toma las decisiones. Bush, entonces, no actuó solo, más allá de que, por ser el presidente, haya sido el pregonero de la guerra con su ladero, Dick Cheney, y su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.
No actuó solo ni pensó solo: su rival demócrata en las elecciones de 2004, John Kerry, poco y nada prometía cambiar en materia de política exterior. Parecía ser apenas un soplo de aire fresco con una prédica más conciliadora.
Sobre todo con Europa, partida al medio por Francia y Gran Bretaña debido a la guerra contra Irak. En cierto modo, tampoco era culpa de los Estados Unidos que algunos asuntos hubieran quedado en sus manos ante la incapacidad del bloque de resolverlos. ¿Quién imaginaba que Al-Qaeda iba a precipitar el cambio en las prioridades de la agenda?
Cambiaron los Estados Unidos, no Rusia ni China. Cambiaron los Estados Unidos y, después de los atentados de Madrid en 2004 y de Londres en 2005, cambió, también, Europa. Cambió de otro modo, sin embargo. No asumió la definición del mal a secas ni la definición del terror a secas. Tampoco interpretó los ataques de Al-Qaeda como acciones militares, sino como castigos de aquellos que se consideraban ofendidos por ultrajes y otras razones.
De ahí, y de la sensibilidad a tope, las respuestas violentas, acaso tan exageradas y desproporcionadas como la política de Bush a los ojos europeos, que recibieron las viñetas de Mahoma, publicadas en Dinamarca. Tan violentas que provocaron muertes y terminaron beneficiando a regímenes autoritarios y a extremistas islámicos, así como, en países pequeños y no tanto de Europa, a partidos contrarios a la inmigración.
Quizá todo se trate de un malentendido. La palabra asesino, de origen árabe, significa adicto al hachís, droga de la India. La introdujeron en Europa (la palabra, no sé si también la droga) los cruzados y, cual sinónimo de matador, quedó incorporada en el francés como assassin, y en portugués y el italiano como assassino.
Pudo ser, durante un milenio, el estigma de los musulmanes: ser identificados con la secta Hashsh AshIn (es decir, los adictos al hachís) que, en el nombre de Alá como Osama ben Laden, cometía crímenes en el siglo XI bajo el mando de Hassan al Sabbah, alias El viejo de la montaña.
No pocos Papas y reyes cristianos contribuyeron a fomentar el temor a los musulmanes. Si, según la opinión pública europea, Bush decretó la inquisición en respuesta a la agresión de Al-Qaeda en su territorio, ¿qué pudieron ser para los musulmanes, sino una burla, las viñetas del profeta? Fueron, en realidad, un síntoma de la sensibilidad que deparó Irak, así como otra prueba del recorte de las libertades en general entre nosotros mismos.
La autocensura ganó la batalla, pues, mientras en sociedades diametralmente opuestas, como los Estados Unidos y Palestina, la globalización chocó contra sí misma: en democracia, tanto el Partido Republicano como Hamas ganaron sus elecciones. Señal, entre otras, de que, como en Irán, prevaleció la religión sobre la ideología. Esas expresiones, en pueblos distintos con anhelos distintos, reflejaron, en buena medida, una tendencia parecida: mirar más hacia adentro que hacia fuera.
Como Europa, tal vez, por más que culpe a Bush de haber respondido en forma exagerada y desproporcionada a los atentados en Nueva York y en Washington, DC. ¿Qué hizo para contenerlo y para evitar que se erosionaran las libertades y se exaltara las sensibilidad? Lo pensó dos veces antes de no emitir palabra.
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