Las fronteras se besan y se ponen ardientes




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En la violencia hallaron los hijos y los nietos de los inmigrantes una vía de participación política frente a la exclusión

Son líneas delgadas. Imperceptibles. Invisibles, a veces; rojas, otras veces. La acera o la orilla de enfrente pertenece a otro país, responde a otra cultura, habla otro idioma. Los vecindarios conjugan palabras neutras, típicas de la zona. El agua, como la sangre, fluye por las mismas venas, empero. Y sabe igual. Comparten todo y nada, librados a la dictadura del mapa, los colores de las banderas y las estrofas del himno.

En las fronteras, mientras la globalización procura disolverlas, afloran muros, rejas y alambradas. Imaginarias, a veces; reales, otras veces. Defensas del territorio que unos creen propio y que los otros sienten ajeno. Sólo en el servicio religioso, del credo que fuere, se sienten hermanos. Y, como tales, el origen deja de ser un mérito. Un mérito fácil, echado a la suerte de haber venido al mundo en Europa o en África, en los Estados Unidos o al sur del río Grande, en el imperio o en la colonia.

Las fronteras condicionan. Persuaden sobre la propiedad de un bien tan esporádico como la bonanza o la pobreza. Desnudan raíces, con su secuela de orgullo y desazón. La Unión Europea (UE) quiso borrarlas. Quiso borrar, también, las diferencias. Ser español, francés o alemán es como ser esloveno, checo o griego. Es lo mismo. Significa ser dueño de un lugar, o de un no-lugar, vedado a los intrusos, en el cual, curiosamente, un español sólo se siente en casa en su porción de España, no en toda España, ni menos aún en Francia, en Alemania, en Eslovenia, en la República Checa o en Grecia.

España lidia con el África subsahariana, no colonizada, en sus enclaves de Melilla y Ceuta; Francia lidia con Argelia, colonizada desde 1830 hasta 1962, y otros pueblos árabes dentro de sus dominios. Lidia, en principio, con aquello que hizo suyo: Argel fue su capital provisional durante la Segunda Guerra Mundial. Era parte del país, según la ley fundamental de 1958. En aquel momento, el libre tránsito permitió la radicación de inmigrantes de esa nacionalidad y de otras del tercer mundo (de América latina, también) en los arrabales de las ciudades.

Lograda la independencia de Argelia, y transformado el planeta por la globalización, los nietos y los hijos de ellos hallaron en la violencia una veta de participación política. Sin servicio militar, ni partidos de izquierda, ni sindicatos capaces de representarlos, el modelo de asimilación e integración comenzó a tener fallas. Severas fallas. Hasta que un cartel clausuró la puerta del ascensor social: quedó fuera de servicio. ¿Funciona en Holanda, en donde mataron al cineasta Theo van Gogh por haberse mofado del Corán, o en Gran Bretaña, en donde terroristas británicos de ascendencia musulmana cometieron los atentados del 7 de julio, o en los Estados Unidos, en donde ciudadanos aparentemente normales demostraron que no estaban en sus cabales?

En la década del sesenta, los universitarios negros de los Estados Unidos pusieron en un aprieto al gobierno y la sociedad. Después, los hispanos (inmigrantes latinoamericanos) exigieron un lugar en el no-lugar. Y, atendida su petición, no hubo violencia. Antes había sido asesinado Martin Luther King Jr.

En Europa, concentrada en la expansión entre los siglos XVII y XX, la noción de democracia y de nación evolucionó en forma conjunta. En Francia, concretamente, la libertad, la igualdad y la fraternidad no alcanzaron a todos. En 700 barrios marginales, lejos de Al-Qaeda, la intifada (sublevación palestina) e Irak, la ira contra el Estado y los servicios públicos ganó la calle en demanda de la inclusión. ¿Por qué el ascensor social quedó atascado después de haber hecho ciudadanos a descendientes de polacos, italianos, españoles y portugueses, entre otros? Por no haber sometido a sus países al yugo de la colonización, tal vez. O por pertenecer al mismo territorio, sufrido y victorioso, en medio de sus mil y una batallas.

La piel y la religión fomentaron la segregación y los guetos de negros, musulmanes y pobres. En el siglo XVII, el soberano confinaba a la periferia a los súbditos que creía peligrosos. El poder, transferido al pueblo, no vaciló en aplicar un método parecido. Como sucede en todo el mundo, en realidad. Hasta en los países pobres. El arma no es la explotación, sino, insisto, la exclusión.

Frente a ella, un presidente como Jacques Chirac y un primer ministro como Dominique de Villepin, así como un ministro del Interior como Nicolas Sarkozy, no estaban pendientes de la sucesión de incendios de edificios paupérrimos habitados por inmigrantes de origen dudoso antes de que se  desatara el caos. Estaban pendientes, en todo caso, de la carrera por la presidencia en 2007. O distraídos, como George W. Bush durante el azote del huracán Katrina, tras haber padecido el rechazo al tratado constitucional de la UE y la derrota de París frente a Londres en la competencia por ser la sede de los Juegos Olímpicos de 2012.

En la Francia de 1968 hubo una fantasía de intelectuales; en la Francia de 2005 detonó una urgencia de identidades. La colonización no termina con la devolución de un territorio. En el medio, presumiblemente equiparados los derechos, el nativo de la colonia se siente parte del imperio. Va por lo suyo. Y el imperio, al cual puede llegar al extremo de llamarlo Madre Patria, debe hacerse cargo, en teoría, de su maternidad. Si no cumple, las consecuencias serán el recelo desde el gueto y, mientras tanto, la acumulación de rencor.

¿Por qué chicos sans foi et sans loi (sin fe ni ley) arrojan cócteles molotov sin invocar el islam ni exaltar precepto ideológico alguno? Francia, España, Italia y los Estados Unidos miran hacia el Sur si de migración, seguridad, comercio e inversión se trata: son análogos el Mediterráneo y el río Bravo, límites con continentes ávidos de trabajo y de sustento. Prefieren comercio antes que mano de obra. Entre ellos, a su vez, el intercambio es incesante: las franquicias de Starbucks y de McDonald’s se multiplican con tanta rapidez como las mezquitas.

Francia nació de un impulso de nacionalismo. El nacionalismo procuró ser compatible con el imperialismo. La autodeterminación de las antiguas colonias nunca se reconcilió con el nacionalismo. Argelia era parte de Francia, pero sus ciudadanos no eran franceses. Eran argelinos.

Un francés se reconoce ante sí mismo como francés, no como europeo. Asume como patrimonio la geografía, las fronteras, la cultura, el temple y La Marsellesa, arropadas en la república. No necesita, entonces, el paraguas de la identidad compartida con sus vecinos. Sobre todo, los más recientes socios de la UE. En contraste con los Estados Unidos, Canadá o Australia, la ciudadanía en Francia, así como en Alemania, no es una elección, sino un derecho. Un derecho de nacimiento. Ser ciudadano francés, por proceder de una colonia, no implica ser francés de pura cepa, más allá de que uno reciba el mismo trato ante la ley. Ser oriundo de las Malvinas, por ejemplo, tampoco implica ser británico de pura cepa.

La inmigración, a diferencia de los Estados Unidos, Canadá y Australia, no contribuyó al crecimiento del país. Contribuyó, más que todo, a preservar la memoria. De ahí, la marginación de aquellos que no pudieron asimilarse ni integrarse. Sus hijos y sus nietos habitan un no-lugar en el cual ven restringido el acceso a aquello que, por derecho de nacimiento, más allá de la ascendencia, consideran propio.

La frontera por sí misma es imaginaria. Por ella, sitio de paso entre el lugar y el no-lugar o viceversa, transita la desconfianza. Y la contradicción entre la nacionalidad y la exclusión. En respuesta, quizás, a la globalización, peleada a ultranza con las líneas delgadas, imperceptibles e invisibles que nos ponen en la acera o en la orilla de enfrente. No ha lugar, pues.



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