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Desde los jardines de Mar-a-Lago, ese centro neurálgico donde la geopolítica se mezcla con el buffet de camarones, Donald Trump anunció la construcción de un nuevo modelo de buque de guerra. No es solo un buque de guerra, en realidad. Es, según sus palabras, «más grande, más rápido y 100 veces más poderoso» que cualquier cosa que haya flotado desde el Arca de Noé. Sobre todo, un barco «hermoso». En la nueva doctrina de defensa de Estados Unidos, la letalidad es importante, pero el glamour es innegociable.
Para un hombre que ha pasado décadas convencido de que el lingote de oro es un material de construcción estructural, la idea de la Flota Dorada con su sello, Trump Class USS Defiant, no es más que el siguiente paso lógico. Si ya tiene rascacielos con su nombre y aviones con grifería de lujo, ¿por qué no acorazados que hagan ver a los de la clase Iowa, modernizados en década del ochenta y dados de baja una década después, como humildes botes de remos oxidados?
El Defiant clase Trump promete ser algo así como una navaja suiza con misiles hipersónicos y nucleares; cañones de riel, y láseres de alta potencia. El pequeño detalle es que la Armada norteamericana lleva 15 años intentando que el cañón de riel no explote antes de disparar y ocho años diseñando un láser que, por ahora, solo sirve para que los drones enemigos necesiten anteojos de sol.
Sin detenerse en los tecnicismos de la ingeniería naval ni en los tratados de no proliferación con Rusia, Trump ordena y el secretario de la Armada, John Phelan, cumple. U obedece. “La Flota Dorada es una inversión audaz de la Armada para revitalizar la base industrial marítima de Estados Unidos, construir y sostener rápidamente la escuadra y cambiar fundamentalmente la forma en que hacemos negocios para seguir proyectando la paz a través del poder”, dice un apartado del Pentágono creado para la ocasión.
«Soy una persona muy estética», declaró Trump, nunca parco en hipérboles, justificando por qué meterá mano personalmente en el diseño del nuevo buque
Phelan confiesa que recibe mensajes de su jefe a la una de la madrugada. No son sobre el despliegue naval en el Mar de China ni sobre la persecución de narcolanchas y petroleros en el Caribe, sino sobre la carrocería de los barcos despintados. Odia el óxido.
«Soy una persona muy estética», declaró Trump, nunca parco en hipérboles, justificando por qué meterá mano personalmente en el diseño del nuevo buque. Ya lo hizo en 2020 con una fragata. Le parecía «terrible» a la vista. En las reuniones de diseño en el Salón Oval, se supone, almirantes con mapas de balística de los puntos más sensibles del planeta han de toparse con catálogos de cortinas para el puente de mando.
El plan tiene el aroma de las promesas que se hunden antes de zarpar. La Armada acaba de cancelar un proyecto de buque pequeño por sobrecostos y retrasos. Optó por reciclar uno de la Guardia Costera.
La estrechez presupuestaria no parece amilanar a Trump. El Defiant con su apellido pesará la mitad que los Iowa, pero medirá más. Un barco que «inspirará asombro y reverencia por la bandera de Estados Unidos«, se jacta Phelan, convencido de que la Flota Dorada, como el pelo de Trump, encandilará en cada puerto que atraque. Al menos, hasta que llegue la primera factura del astillero.

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