Prohibido prohibir

Las protestas de la generación Z por la corrupción y la precariedad en varios países pusieron en jaque a los gobiernos o terminaron con ellos




Nepal: el cabreo por la veda de redes sociales derrapó en una exigencia de mayor calibre contra la corrupción y la desigualdad
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El caldo social de las protestas masivas en Nepal, Indonesia, Filipinas, Bangladesh, Madagascar, Marruecos, Perú y otras comarcas, más allá de la distancia geográfica y cultural, coincide en un reclamo: la falta de oportunidades y la corrupción endémica. Un lastre intolerable. Especialmente, para los nacidos entre 1997 y 2012. Se trata de la generación Z, la primera de nativos ciento por ciento digitales. Tienen entre 13 y 28 años. A diferencia de la generación X, esa franja no vive la transición desde lo analógico. Le resultan familiares tanto el streaming (Spotify, Netflix) como las redes sociales (Instagram, TikTok, YouTube).

Cada rebelión tiene sus características. Cuando estalló la Primavera Árabe, en los albores de 2011, todo el mundo pensó que aquellas protestas laicas y políticas, no religiosas, apuntaban al establecimiento de democracias más o menos firmes, con alternancia en el poder e instituciones capaces de terciar entre el legado oprobioso de las tiranías y los dictados radicales del islam en Medio Oriente. Las protestas propiciaron cambios de regímenes en Túnez, Egipto y Libia que no mejoraron la vida de su gente, así como la guerra en Siria. Derivó 13 años después en la caída de la dictadura de Bashar al-Assad, heredada de su padre.

Ese año también aparecieron los indignados en España, réplica de un movimiento similar en Islandia en 2008 que no tuvo eco por la lejanía. El 15-M, nombre adquirido de su fecha de nacimiento en Madrid, inauguró poco después una sucursal en el Zuccotti Park, de Lower Manhattan, Nueva York. En su terruño iba a convertirse en un partido político, Podemos, socio del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en el primer gobierno de coalición desde la muerte de Franco. Parecía un movimiento global, pero terminó siendo un síntoma más del malestar general.

Si la revuelta árabe se inició en Túnez, los nuevos pataleos comenzaron en otro país de cinco letras: Nepal. El cabreo por la veda de plataformas de redes sociales (entre ellas, Instagram, TikTok y Facebook) derrapó en una exigencia de mayor calibre contra la corrupción y la desigualdad. En la oleada de disturbios, los jóvenes asaltaron e incendiaron el Parlamento, en Katmandú, y residencias de ministros. Prohibido prohibir, como en mayo de 1968, fue la consigna. Otro tanto ocurrió en Indonesia: los diputados iban a cobrar 14.000 dólares mensuales mientras los trabajadores perciben apenas el tres por ciento de ese monto.

El emblema de la resistencia resulta ser ahora la bandera pirata del manga y anime One Piece. Una calavera sonriente con un sombrero de paja

En la década de 2010, quienes protestaban contra el golpe militar en Tailandia utilizaron el saludo con tres dedos de la película distópica Los juegos del hambre para expresar su repudio. Ese gesto ha perdurado en Myanmar, la antigua Birmania, cuna de George Orwell, el padre del Gran Hermano.

El emblema de la resistencia resulta ser ahora la bandera pirata del manga y anime One Piece. Una calavera sonriente con un sombrero de paja. En la serie japonesa representa a un grupo de piratas que lucha contra un gobierno corrupto y represivo. La bandera, según The New York Times, “no es solo un emblema: es una alegoría. El protagonista, Luffy, es un terrorista o un guerrero por la libertad, según a quién le preguntes. Su icónico sombrero de paja fue un regalo de su héroe de la infancia, quien creía que Luffy y su generación acabarían venciendo”.

Así como la muerte de un chofer de GoJek (versión de Uber) atropellado por un vehículo policial desencadenó el caos en Indonesia, miles de estudiantes salieron a las calles en Filipinas por proyectos millonarios de obras para frenar las inundaciones que finalmente no se ejecutan. En Bangladesh, el hartazgo frente a un sistema de cuotas de empleo que beneficiaba a un sector privilegiado de la población dejó en 2024 más de 1.400 muertos, según la ONU, y precipitó el exilio de la primera ministra Sheikh Hasina tras 15 años en el cargo. La derrocó el movimiento estudiantil.

Dos años antes, en Sri Lanka, una crisis económica sin precedente llevó a estudiantes, trabajadores y colectivos marginados, como la comunidad LGBTI, a ocupar edificios públicos y la residencia del presidente Gotabaya Rajapaksa. Renunció de inmediato. No mejor le ha ido al de Madagascar, Andry Rajoelina, obligado a disolver el gobierno frente a las protestas por los cortes de electricidad y de agua que dejaron 22 muertos. La etiqueta GenZ212 identifica las manifestaciones en Marruecos. La represión policial no pudo detenerlas. Si bien la monarquía no está en discusión, el conflicto pasa por la polarización entre ricos y pobres.

Eso ocurre en Asia y África. ¿Y en América Latina? Los jóvenes, como sus pares de otras latitudes, están preocupados por los empleos precarios, los salarios bajos y el cambio climático, entre otros asuntos. El rechazo a la presidenta del Perú, Dina Boluarte, bajo cero en las encuestas, puso la semilla de protestas en Lima como las que forzaron la renuncia de Manuel Merino en 2020 o las que dejaron decenas de muertos tras la caída de Pedro Castillo en 2023. Corriente que, sin liderazgo aparente, expresa en todos los casos un síntoma de estos tiempos: el desencanto, traducido en bronca. Apta para todo público.

Jorge Elías



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