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En marzo de 1998, Gabriel García Márquez le solicitó al secretario de Energía de los Estados Unidos, Bill Richardson, una audiencia con el presidente Bill Clinton. Días después, en La Habana, Fidel Castro iba a pedirle que, de concretarse, le transmitiera a Clinton su temor por “un siniestro plan terrorista que Cuba acababa de descubrir y que podía afectar no sólo a ambos países, sino a muchos otros”. Era un mensaje confidencial. García Márquez lo memorizó, pero prefirió redactarlo. Dictó un taller de literatura en la Universidad de Princeton durante una semana. Apenas arribó a Washington, le sugirió a Richardson que la audiencia fuera con el consejero de Seguridad Nacional, Sam Berger.
En coincidencia con los atentados de noviembre de 2015 en París, donde murieron 130 personas, en Beirut, Líbano, perecían más de 40 personas en una masacre también atribuida al Daesh, Estado Islámico o ISIS. Lejos de apiadarse de ambas tragedias, el mundo occidental se tiñó de rojo, azul y blanco en memoria de las víctimas francesas. Esta vez, el duelo colectivo adquirió el color de la bandera de barras y estrellas de los Estados Unidos por el medio centenar de muertos que dejó la masacre de Orlando, perpetrada por un desquiciado que simpatizaba con grupos radicales islámicos contra una discoteca frecuentada por la comunidad gay, mientras el Daesh liquidaba a 20 personas en un doble atentado suicida perpetrado en las afueras de Damasco. ¿Por qué sentimos más empatía por las víctimas francesas, norteamericanas o belgas, también blanco de atentados recientes, que por las de Medio Oriente y de otros confines? En una conferencia hecha libro con el título Nuestro mal viene de más lejos (Capital Intelectual, 2016), el filósofo, novelista y dramaturgo francés Alain Badiu (leer más)
Con un ataque en aguas internacionales contra una lancha que supuestamente transportaba drogas, Donald Trump dio el pistoletazo de salida (starting shot, en su léxico) contra el régimen de Nicolás Maduro. La nave había partido de Venezuela. Iba a Estados Unidos. Murieron 11 personas. Pertenecían, según Trump, al cártel Tren de Aragua, nacido hace más de una década en una prisión del Estado homónimo del centro de Venezuela. La pandilla en cuestión operaría al mando de Maduro, según el gobierno norteamericano, a pesar de una evaluación rebatida por su propia inteligencia. Maduro, mientras tanto, estaba dándose un baño de masas o de “amor patriótico”, como señaló un meloso presentador de la televisión de su país. Caminaba con su mujer, Cilia Flores, por las calles del barrio de su infancia. El envío de buques norteamericanos a aguas de Venezuela para frenar el narcotráfico se vio ahora coronado por la primera acción concreta. La acusación de Trump iba contra el Cártel de los Soles, presuntamente dirigido por Maduro y respaldado por «individuos venezolanos de alto rango». Lo (leer más)
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