En el Placer del Sacerdote, solaz a la vera del río Támesis, algunos profesores de Oxford toman sol en verano. No hacen otra cosa que conversar amablemente, cabecear siestas o leer diarios. Tiene su gracia, sin embargo: están desnudos. Es una tradición licenciosa. Y silenciosa. Lejos de miradas indiscretas y lejos, también, de mirarse a sí mismos.
Cierta tarde, unas damiselas de Oxford, flor y nata de la sociedad británica, perdieron el rumbo en su bote. Y pasaron lentamente frente al Placer del Sacerdote. “¡Oh, Dios mío!”, exclamaron los profesores. Imagínense: viejos sabios de modales elegantes y verba pausada, reputadísimos, perplejos ahora, al igual que ellas, echando mano de los diarios con tal de cubrirse las partes íntimas. Sólo uno, profesor de filosofía, se cubrió la cara.
Superado el trance, con el bote y las risitas de las damiselas en lontananza, los otros se volvieron hacia él: “¿Por qué no se ha cubierto las partes íntimas, mi estimado colega?”, preguntó uno de ellos, aún sonrojado y azorado. El profesor de filosofía respondió con tono grave y seguro: “Mis queridos colegas, en Oxford sólo soy conocido por mi cara”.