El bolsillo de los rusos

Los rusos comienzan a sentir el impacto de la guerra en la economía, más allá de que el Kremlin pinte las sanciones internacionales como un beneficio




La inflación y el desempleo suben a la velocidad en la que cae el rublo
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Rusia está en guerra, por más que sus autoridades insistan en descafeinarla con el mote de operación militar especial. La palabra guerra roza la herejía en los dominios de Vladimir Putin, así como invasión y ofensiva. A poco de comenzar la brutal embestida contra Ucrania, siete de cada 10 rusos estaban de acuerdo con la defensa de la población que habla su idioma en la región del Donbass, independizada por la Duma (Parlamento ruso) como si formara parte de su soberanía. Lo confirman encuestas de dudosa credibilidad en las cuales no se sabe si los consultados responden lo que piensan o lo que suponen que esperan que piensen.

La propaganda del Kremlin hizo lo suyo con una suerte de choque de civilizaciones entre Rusia y Occidente. Varias semanas después de los primeros estrépitos, largas filas de rusos pugnan por comprar azúcar, sal y pan. Cada ciudadano puede adquirir seis kilos de azúcar y otros tantos de sal en puntos de reparto establecidos por el régimen. El desabastecimiento y la inflación suben a la velocidad en la que cae el rublo, la moneda nacional. El Banco Mundial predice que la economía podría contraerse un 11 por ciento en 2022.

El éxodo de McDonald’s y de otras compañías extranjeras no estaba en los planes de Putin. La Duma ordenó transferir los negocios de esas firmas al Banco de Desarrollo Estatal, de modo de obligarlas a retomar sus actividades o vender sus activos en un plazo de tres meses. Una medida de contingencia frente a la inminente ola de desempleo que afectará a una legión de siete a 10 millones de personas. El régimen, amparado en la propaganda, procura mostrar el lado positivo del asunto: fabricantes de ropa rusos, exultantes porque no deben competir con marcas occidentales, dejan entrever que las sanciones fortalecen a Rusia.

El miedo atenta contra la franqueza en una sociedad que, según el escritor ruso Mikhail Shishkin, no lidia con la enfermedad, sino con el síntoma, Putin

En el impasse, 10 de los 14 fabricantes de automóviles detuvieron la producción. Ni los defensores de Putin, empeñados groseramente en capitalizar el nacionalismo, pueden negar el daño para la economía. La Duma, brazo de legitimidad del régimen, sancionó una ley que fija penas de tres a 20 años de prisión para quienes difundan noticias falsas sobre la incursión en Ucrania. Los participantes de concentraciones de repudio son detenidos en masa. La policía revisa los móviles de los transeúntes en Moscú y San Petersburgo para ver si tienen mensajes difamatorios en Telegram. Las escuelas dictan clases de información política.

El miedo atenta contra la franqueza en una sociedad que, según el escritor ruso Mikhail Shishkin, no lidia con la enfermedad, sino con el síntoma, Putin. La propaganda da prioridad a la conciencia colectiva, no al individuo, en un país que abolió la esclavitud sólo en 1861. La diferencia cultural con los europeos proviene de traumas demoledores, como la revolución soviética, la guerra civil, el exterminio de los kulaks (pequeños agricultores), las deportaciones masivas ordenadas por Stalin, la Segunda Guerra Mundial, la disolución de la Unión Soviética y la década perdida en Afganistán.

Putin emula a Procusto, hijo de Poseidón en la mitología griega. Era posadero. Albergaba en su posada de la colina a viajeros desnortados. Cuando se quedaban dormidos, entraba en el cuarto, los amordazaba y los ataba de pies y manos. Comprobaba si se adaptaban a la cama. Al que le sobresalían las piernas o los brazos se los cortaba. Al que le quedaban cortos se los estiraba a martillazos. Después de haber descuartizado a unos cuantos, Teseo le hizo probar su medicina. La llamada cama de Procusto simboliza la manipulación de la realidad para ajustarla al relato oficial. Es un símbolo de la uniformidad, del conformismo y de la intolerancia.

No aceptar la realidad, tachada de mentira occidental, alienta la memoria colectiva sobre la victoria contra el fascismo en defensa propia

En Rusia no hubo tiempo para una desestalinización del poder político y económico. La Duma y los tribunales siguen presos del Kremlin. ¿Puede la crisis económica tumbar a Putin? Un tercio de los rusos tiene parientes en Ucrania. La sumisión, más allá del orgullo, desmoraliza a quienes quieren alzar su voz. Que se trate de una operación, no de una guerra, lleva a muchos a negar las atrocidades. La televisión muestra la faz heroica de los soldados a pesar de la inquietud de sus padres. El 1 de abril comenzó el nuevo servicio militar obligatorio. Muchachos de 18 años, apenas entrenados, pueden ser carne de cañón.

No aceptar la realidad, tachada de mentira occidental, alienta la memoria colectiva sobre la victoria contra el fascismo en defensa propia. Una gracia salvadora en términos históricos utilizada por Putin para derrocar a un gobierno que somete a los suyos, el de Volodymyr Zelensky, y a aceptar la intervención armada. Lo dejó impreso el vocero de Putin, Dmitry Peskov: “Un verdadero ruso no se avergüenza de ser ruso, y si se avergüenza, no es ruso y no está con nosotros”. El verdadero ruso sabe que un tal Alexei Navalny, opositor al régimen, está en la cárcel después de haber sido envenenado, pero no reacciona.

El aumento del precio de los alimentos y del desempleo se traduce en una inminente catástrofe económica. En las encuestas, inclusive las amañadas, el rechazo a las consecuencias de la guerra creció de un 40 a un 60 por ciento. Los líderes de la oposición, en su mayoría exiliados, promueven mítines en las plazas principales de las ciudades. Una letanía mientras, en un país signado y marginado por la desigualdad, el Kremlin insiste en tildar de enemiga a una minoría educada y adinerada de clase media que desprecia a la mayoría pobre. Consumidora leal de la propaganda nacionalista y xenófoba hasta que las papas quemen. O no pueda comprarlas.

Jorge Elías

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