El cortocircuito de Cuba

Las protestas masivas detonaron en Cuba por la falta de luz, pero incluyen la pobreza pandémica por la ausencia de turismo y otras cuestiones pendientes, como la libertad, nada menos




Cuba: ¿en transición o en tránsito?
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El señor que llamó a la resistencia de los leales al régimen no había nacido cuando Fidel y Raúl Castro se apoderaron de Cuba. Ese señor, Miguel Díaz-Canel, tercer apéndice de una dictadura tan añeja como la contradicción, convocó a los suyos, “los revolucionarios”, a recuperar algo que creen que les pertenece: la calle. Nada peor para la izquierda que perder ese bastión. La calle, precisamente, estalló en San Antonio de los Baños, cerca de La Habana, por la falta de luz y, cual cortocircuito, hizo detonar la ira que electrizó a toda la isla por la crisis económica y sanitaria y la ausencia de un bien aún más preciado: la libertad.

Patria y vida, en desmedro del eslogan oficial Patria o muerte, pasó a ser la consigna de miles de cubanos sometidos no sólo a la oscuridad a raíz de los cortes anunciados desde el 21 de junio por la Unión Eléctrica de La Habana debido el deterioro de las centrales termoeléctricas, sino también a la desprotección frente a la pandemia. La suspensión del turismo y la consecuente inflación y escasez de divisas, alimentos, medicinas, insumos y subsidios empeoraron las cosas. Tanto que, a pesar de la represión emprendida por los boinas  negras de la Brigada Especial Nacional y de civiles fieles a la dictadura, ganaron la calle.

La ira contenida subió un escalón respecto del Movimiento San Isidro. En noviembre de 2020, doscientos artistas, intelectuales y activistas se plantaron frente al Ministerio de Cultura de Cuba contra el desalojo de jóvenes que habían hecho una huelga de hambre por la liberación del rapero Denis Solís. La nueva generación de “revolucionarios”, la de Díaz-Canel, no tiene las espaldas de Fidel y Raúl ni cuenta con la adhesión internacional de tiempos pretéritos. Apela como resguardo a la prédica permanente contra el bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos, reprobado varias veces por la ONU.

El aparato represivo, como en Venezuela y Nicaragua, avasalla los derechos humanos, soslayando que Cuba vive bajo el yugo de una dictadura

Sólo Estados Unidos e Israel apoyan esa medida retrógrada, instaurada por John Kennedy en 1962. En la votación del 23 de junio, la resolución de condena al embargo obtuvo en la Asamblea General 184 adhesiones y tres abstenciones. Las de Colombia, Brasil y Ucrania. Una obsesión, atenuada con la inhibición de Barack Obama en 2016 por el restablecimiento de las relaciones bilaterales, resultó ser la excusa del régimen durante casi seis décadas para perpetuarse en el poder. Presión y sanciones que, en tiempos pandémicos, vuelcan balanzas como las de Argentina y México hacia la defensa de la oligarquía cubana, al igual que en los casos patéticos de Venezuela y Nicaragua.

El aparato represivo, como en esos países, avasalla los derechos humanos, soslayando que Cuba vive bajo el yugo de una dictadura. Gran diferencia con las convulsiones en Perú, Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia, Nicaragua, Haití y otros confines de América latina, donde, bien que mal o mal que bien, pervive una democracia electoral. En algunos países, no republicana. Apenas electoral. El hartazgo llevó a los cubanos a las calles como en 1994 tras caída de la Unión Soviética. La crisis de los balseros derivó entonces en el denominado Maleconazo. Nació y murió en La Habana con la mediación de Fidel en persona.

Esta vez, la creación de dos vacunas contra el COVID-19, la Abdala y la Soberana, chocó contra el ineficiente plan de inoculación frente a los brotes y los rebrotes. El colapso sanitario de un país que se jacta de sus servicios para los extranjeros, pero no tiene aspirinas para los residentes, se refleja en las cifras oficiales de contagios y muertes. Poco confiables, así como las promesas de prosperidad frente al ahogo de la economía. En 2020 se contrajo un 11 por ciento. Fue el peor año en tres décadas. Culpa de Estados Unidos en su afán de “fracturar la unidad del pueblo”, según el Partido Comunista (PC), el único legal.

Trump quiso ahogar al régimen con sanciones en contraste con el triángulo afectuoso que había dibujado Obama entre Estados Unidos, Cuba y la Unión Europea

Aquello que había logrado Obama con su estrategia de apertura diplomática, de la cual participó como su ladero el actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden, derrapó durante el gobierno de Donald Trump. Tras la muerte de Fidel en 2016 y el posterior retiro de Raúl como primer secretario del PC en 2021, Díaz-Canel, que ejercía como jefe de Estado desde 2018, tiene cuerda para rato. Hasta 2028, en principio. En su primer semestre en la Casa Blanca, Biden no tuvo en cuenta a Cuba entre sus prioridades. Quizá porque la diáspora de un Estado bisagra, Florida, de peso económico y político, bendijo con el voto a Trump en 2020.

Eso no quita que, con su apoyo “al pueblo cubano y a su clamoroso llamado por la libertad y alivio de las trágicas garras de la pandemia y de las décadas de represión y sufrimiento económico a las que ha sido sometido por el régimen autoritario”, los acontecimientos hayan precipitado la inclusión de Cuba en su agenda. El éxodo de la isla continúa. Desde octubre, la Guardia Costera de Estados Unidos interceptó a 512 cubanos en el mar. En 2019 habían sido 49. Un fracaso del modelo estatista. En ocasiones, con alguna que otra apertura al mercado.

Trump quiso ahogar al régimen con sanciones en contraste con el triángulo afectuoso que había dibujado Obama entre Estados Unidos, Cuba y la Unión Europea. En 2017, a poco de asumir la presidencia, Trump puso reparos a los viajes de los norteamericanos a la isla, excepto los de los parientes, y alentó el derrocamiento de la dictadura con el guiño del senador republicano Marco Rubio, peso pesado en Florida. El triángulo de Obama pasó a ser “la troika de las tiranías”: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Una visión innegable de los gobiernos, no de los pueblos que quedaron a merced de ellas.

La calle, el espacio de “los revolucionarios”, según ese señor, Díaz-Canel, exige una transición

El título III de la ley Helms-Burton, promulgada por Bill Clinton en respuesta al derribo de dos avionetas de la organización humanitaria Hermanos al Rescate en 1996 y reflotada por Trump en 2019, establece que los ciudadanos y las empresas norteamericanas o cubanas pueden reclamar ante los tribunales de Estados Unidos una indemnización por el beneficio obtenido de las propiedades expropiadas en nombre de la revolución tras la caída de la dictadura anterior, la de Fulgencio Batista, en 1959. Menudo problema para los inversores europeos. Sólo los españoles controlan el 71 por ciento de las habitaciones de hotel de la isla.

Clinton calmó las aguas con un acuerdo con los europeos en 1998, de modo de dirimir las eventuales disputas en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Tanto George W. Bush como Obama procuraron evitar el conflicto con la otra orilla del Atlántico. La dureza de Trump, una década y monedas después, coincidió con los extraños ataques sónicos contra la Embajada de Estados Unidos en La Habana, razón por la cual ordenó reducir el personal diplomático y, como correlato, la posibilidad de tramitar visas. Otro varapalo para los cubanos. En busca, en realidad, del cabreo doméstico contra sus autoridades.

Si Trump hizo lo suyo, la pandemia coronó su misión con la emergencia sanitaria y su impacto en una economía informal, no domada con las reformas parciales y el desacople de los jerarcas. No se trata de una revolución. Lo dejó dicho George Orwell en su novela 1984: “No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”. La calle, el espacio de “los revolucionarios”, según ese señor, Díaz-Canel, exige una transición. Más allá de que la isla, como me retrucó en su momento el historiador cubano Manuel Cuesta Morúa, aún esté “en tránsito”.

Jorge Elías

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