Groenlandia, ¿Estados Unidos?

La idea de Trump de comprarle Groenlandia a Dinamarca no es descabellada: Estados Unidos adquirió a precios irrisorios casi un cuarto de su territorio




Sorry: Groenlandia no está en venta
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Donald Trump nació en Queens, condado de Nueva York rodeado de islas. Su madre, Mary Anne MacLeod, vino al mundo en una isla. La de Lewis, en el norte de las Hébridas Exteriores, Escocia. No es extraño que Trump, después de haber amasado su fortuna en el negocio inmobiliario, pretenda comprar una isla. No cualquiera. La más grande del mundo: Groenlandia, territorio autónomo perteneciente al reino de Dinamarca. Era uno de los sueños de otro presidente de Estados Unidos, Harry Truman. Su oferta, 100 millones de dólares, no prosperó en 1946.

Tampoco prosperó la de Trump, más cauto a la hora de ponerle precio. “Groenlandia no está en venta”, repuso su primer ministro, Kim Kielsen. Telón para la fugaz negociación entre un país enorme con islas de diversos tamaños y un país pequeño cuya capital, Copenhague, se encuentra en la isla de Selandia. Las otras islas, la inmensa Groenlandia y la diminuta Feroe, entre el Reino Unido, Noruega e Islandia, componen el reino. Trump puso el ojo en Groenlandia, peñasco helado con valor geoestratégico y científico entre el Ártico y el Atlántico, rico en recursos naturales, donde viven apenas 56.000 personas.

¿Era una broma del 1 de abril (Día de los Inocentes en varios países) fuera de temporada?, como lo interpretaron algunos políticos daneses. No parece. Estados Unidos compró gran parte de su territorio. En efectivo. El pionero ha sido Nueva York, el Estado de Trump, descubierto por Giovanni da Verrazzano, navegante florentino al servicio de Francia, en 1524. Un siglo después, en 1624, la compañía holandesa de las indias occidentales fundó allí Nueva Amsterdam. En dos años, el gobernador, Peter Minuit, compró la isla de Manhattan a los indios carnasie por 60 florines (24 dólares, como mucho).

Resultó ser una estafa. No del gobernador Minuit, sino de los indios carnasie. La isla pertenecía a otra tribu. En 1664, barcos de Inglaterra, en guerra contra los Países Bajos, echaron anclas frente a sus costas. En honor al duque de York, Nueva Amsterdam pasó a ser Nueva York. Por el Tratado de Breda, firmado al final de la guerra, en 1667, los Países Bajos cedieron Manhattan y sus alrededores a Inglaterra. Recibieron a cambio Surinam (ex Guayana Holandesa).

Lo de Trump con Groenlandia no deja de formar parte de la tradición nacional y de la ambición personal

Estados Unidos declaró la independencia en 1776 y pasó a ser el único país que compró territorios para expandirse. Les pagó 15 millones de dólares a Francia por Louisiana en 1803, cinco millones a España por Florida en 1821 y 25 millones a Dinamarca por las Islas Vírgenes en 1917. Casi un cuarto del actual territorio nacional fue comprado o anexado, como California, Texas y Nuevo México. La onda expansionista llegó a Alaska, patrimonio de Rusia. En 1867 cerraron el trato los emisarios del zar Alejandro II y del presidente Andrew Johnson. Los norteamericanos desembolsaron por ese suculento trozo de hielo, supuestamente inhabitable, 7.200.000 dólares (algo así como 90 millones en la actualidad).

El negociador ruso, Eduard de Stoeckl, fue premiado por pelear hasta el último centavo la venta de un extenso territorio improductivo, de clima extremo, colonos sufridos y, en caso de invasión, defensa insostenible. Del lado norteamericano, la operación resultó ser, según The New York Tribune, “la estupidez de Seward”, apellido del secretario de Estado que obtuvo por un voto en el Capitolio la venia para concretarla. ¿Lo barato salió caro? Descubrieron oro y petróleo. Lo de Trump con Groenlandia no deja de formar parte, entonces, de la tradición nacional y de la ambición personal.

Peor fue el plan de los diputados alemanes Josef Schlarmann y Frank Schäffler, de la coalición de Angela Merkel, de comprarle a Grecia, endeudada hasta el tuétano en 2010, algunas de las 6.000 islas esparcidas en los mares Egeo y Jónico. Era aprovecharse de la desgracia ajena. Distinta había sido “la propuesta más loca” de Bonn, aún capital de Alemania, formulada en 1993 por el diputado Dionys Jobst: puesto que “Mallorca se ha convertido casi en una isla con habitantes alemanes, el gobierno debería entablar contacto con España para comprarla”. ¿Un chiste alemán? El abuelo de Trump, de ese origen, quizá lo hubiera entendido.

Jorge Elías

Twitter:@JorgeEliasInter | @Elinterin



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