Estado Islámico, segunda temporada

El cambio de nombre del órgano de propaganda del mayor grupo terrorista de la historia contemporánea, también llamado Daesh o ISIS, pretendió ser premonitorio: la derrota en sus enclaves en Medio Oriente implica fortalecerse en otros confines, especialmente en Europa




Manual de instrucciones: terrorismo barato de alto impacto
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Tres años y medio después de proclamar la creación del califato, el presumido Estado Islámico, también llamado Daesh o ISIS, comienza a esparcirse como la arena en el desierto. La pérdida de territorio en cuotas en Irak y Siria es proporcional al aumento de las masacres en otras latitudes. Las instrucciones son precisas: ejecutar atentados baratos con vehículos, cuchillos o explosivos en sitios concurridos, como un estadio, una discoteca, un teatro, un mercado o la vía pública.

En eso se diferencia de Al-Qaeda, de la cual se desprendió en 2014. Al-Qaeda, surgida tras la invasión soviética a Afganistán en 1979, crea redes de apoyo para atacar objetivos simbólicos, como las Torres Gemelas, el Pentágono, la estación madrileña de Atocha o la red de metro de Londres. El Daesh nació después de la invasión norteamericana a Irak en 2003. En 2016, frente al repliegue gradual en Irak y Siria, donde llegó a dominar un enclave del tamaño de Suiza y Austria juntas, su órgano de propaganda cambió de nombre. Rumiyah por Dabiq. Traducido: Europa por Medio Oriente.

Desde la ciudad siria de Dabiq, Mahoma se proponía librar la batalla decisiva contra los infieles (musulmanes no convencidos de la sharía y cristianos), propalar la yihad (el esfuerzo de todo musulmán para imponer la ley divina) y conquistar Roma, hoy El Vaticano. De la mezquita Nur al-Din Mahmoud Zangi, erigida en el año 1173, no queda ni el minarete, símbolo de Mosul, Irak. Lo destruyeron el 21 de junio de 2017, en vísperas de la derrota, los mismos que asistieron en su hemiciclo a la fundación del califato el 29 de junio de 2014. Ese día, Abu Bakr al Bagdadi, alias el califa Ibrahim al Husayni al Qurayshi, instó a los suyos a someter a Medio Oriente, primero, y a Europa, después.

La profecía de Mahoma, bajo una glosa política amañada con la religión como excusa, giró con énfasis contra Bruselas, París, Copenhague, Niza, Berlín, Londres, Estocolmo, Manchester y Barcelona, entre otras ciudades europeas, en forma paralela con el repliegue del Daesh en los territorios bajo su órbita. En Irak y Siria murieron decenas de miles de muyahidines (combatientes) desde 2014, según la coalición de la cual forma parte Estados Unidos y el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos.

Entre una quinta y una sexta parte de aquellos que conforman el califato en Irak, Siria y otros confines de Medio Oriente proceden de Europa. La movilización comenzó en 2012, dos años antes del divorcio de Al-Qaeda. No todos regresaron, pero la mayoría de los atentados que hubo en Europa entre 2014 y 2017 coincidió con sus lugares de origen. En esos países, de gran población musulmana, pesa la frustración de primeras y segundas generaciones de inmigrantes que no se sienten incorporados a las sociedades.

La Oficina Europea de Policía (Europol) consigna en su informe anual que más de la mitad de los atentados terroristas de 2016 ocurrió en Reino Unido. Setenta y seis sobre un total de 142, incluidos los frustrados y los fallidos. Dejaron en total 142 muertos y 379 heridos. El Daesh, señala Europol, “entrena a sus miembros en Siria e Irak para cometer atentados en Occidente y no está falto de voluntarios para formar parte de equipos enviados al exterior con este único propósito”. Los voluntarios, nativos o radicados sin prontuario ni entrenamiento, son los más peligrosos.

La saña contra los infieles, apóstatas o cruzados halla su fuente de inspiración en Abu Muhammad al Adnani: “Si no tienen balas o explosivos, tomen una piedra y pártanles la cabeza. O bien mátenlos con un cuchillo. O atropéllenlos con un coche. Arrójenlos desde lo alto de un edificio. O estrangúlenlos con las manos. Usen veneno”. Adnani era el vocero del Daesh. Murió durante un bombardeo en Alepo, Siria, en 2016. Su consejo, difundido por los órganos de propaganda de la yihad, caló hondo en los terroristas vocacionales que embistieron peatones con vehículos o apuñalaron transeúntes.

Estrategia corporativa

El Daesh, más efectivo que Al-Qaeda en el ideario de la conquista musulmana, ejecuta el plan corporativo de Samir Abd Muhammad al Khifani, coronel del servicio de inteligencia de la fuerza aérea de Saddam Hussein. Se llama Estado Espía Islámico. Se parece al de la Stasi, servicio de información interior de Alemania Oriental. Detalla el reclutamiento de muyahidines, la identificación de las fuentes de ingresos y la estrategia para atacar a los enemigos. Mide el rendimiento, las inversiones y el costo de cada atentado como si se tratara de una empresa moderna y lucrativa. Fija como horizonte el año 2020.

En vastas porciones de Irak y de Siria, donde viven ocho millones de personas, el Daesh ha logrado actuar como un Estado. Explota pozos de petróleo, su fuente de financiamiento en el mercado negro. Cobra impuestos, como el régimen talibán en Afganistán. E imparte justicia, amputando la mano del ladrón, lapidando al adúltero, decapitando al traidor, sometiendo a la mujer y fusilando o crucificando al infiel en las plazas. A la vista de todos, sobre todo de las cámaras, para penetrar en la psiquis occidental, acaso más entrenada para el morbo y, también, más propensa al miedo.

Los cabecillas detestan el nombre Daesh acrónimo árabe de al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham (Estado Islámico de Irak y el Levante). Lo detestan porque, según el contexto, significa desde “algo que aplastar o pisotear”, “intolerante” o “aquel que siembra la discordia”. Tal es la aversión a ese nombre que, en su afán de erradicarlo del léxico popular, el autoproclamado califato ha ordenado ejecuciones, latigazos y otros castigos ejemplares contra aquellos que osen pronunciarlo en los territorios bajo sus dominios.

El relato del Daesh se fundamenta en el wahabismo, interpretación del islam que rige en Arabia Saudita desde el siglo XVI. En los años ochenta, con el guiño de Estados Unidos, esa petromonarquía invirtió millones de dólares en mezquitas y madrasas (escuelas) en Afganistán, Pakistán y otros países. La Casa de Saud o Al Saud, dinastía de la familia real establecida en 1932, promociona su visión del islam como una ideología indispensable. La conexión con Osama bin Laden no ha invalidado la prédica de los clérigos contra los valores occidentales en centros religiosos de Reino Unido, Francia y Túnez.

Tras la voladura de las Torres Gemelas, George W. Bush adquirió de Ronald Reagan el concepto Imperio del Mal. Lo llamó Eje del Mal cual pretexto para derrocar a Hussein, sunita, en 2003. La partida de las tropas norteamericanas de Irak en 2011, ordenada por Barack Obama, dejó al país en unl caos. El gobierno de Nuri al Maliki, chiita, lejos estuvo de integrar a la minoría sunita y la kurda, más interesada en fundar un Estado que en la religión. Kurdos, chiitas (mayoría en Irán, rival de Arabia Saudita), nazarenos (cristianos) y yazidíes (previos a los musulmanes) conforman el círculo de enemigos del Daesh.

Donald Trump trazó en 2017 su propio Eje del Mal, impidiendo el ingreso en Estados Unidos de ciudadanos de varios países musulmanes. Supera en cantidad de países al de Bush. Ni antes ni ahora figura Arabia Saudita. Raro. Quince de los 19 terroristas del 11 de septiembre de 2001 eran sauditas. En Arabia Saudita, así como en Egipto, Emiratos Árabes, Turquía y otros países musulmanes, el emporio Trump tiene negocios.

Todos contra uno

Desde 2014, cuando el Daesh irrumpió en escena, hubo más gestos que acciones de los países árabes. La Liga Árabe anunció la creación de una fuerza militar unificada para luchar contra el grupo sunita en 2015. Dos años después, más allá de las atrocidades cometidas y de sus consecuencias, sobre todo la legión de refugiados que intenta arribar a Europa, aquella iniciativa quedó en agua de borrajas, excepto en los combates que libran Arabia Saudita y una decena países en Yemen contra los rebeldes huthi, emparentados con Irán, la otra potencia regional.

En Siria, donde el Daesh pelea contra el ejército, los rebeldes y Jabhat Fateh al-Sham (antes, Frente Al-Nusra, brazo de Al-Qaeda), intervinieron Rusia, Turquía, Estados Unidos, Francia y otros países a pesar de las profundas diferencias de sus gobiernos sobre el destino del dictador Bashar al Assad. El plan de la Liga Árabe contra el Daesh, con la venia de Israel, parecía más sencillo: consistía en desplegar al mayor de sus ejércitos, el de Egipto, con la financiación de los países del Golfo Pérsico.

Qatar pateó el tablero. Discrepa con el presidente egipcio, Abdel Fatah al-Sisi, por su responsabilidad en la caída de Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, partidario del islam radical. Fue la semilla del boicot que Arabia Saudita le propinó a Qatar después de recibir con honores a Trump, en mayo de 2017. Qatar, rico en gas, cobró vuelo en los últimos años gracias a la cadena de televisión Al Jazeera, la más influyente entre las árabes, y su designación como sede del Mundial de fútbol 2022. Controvertida, por cierto. Tan controvertida, quizá, como el papel de los aportantes privados del Daesh, Al-Qaeda y otras bandas afines en ese país y en Arabia Saudita, ahora vecinos en pugna.

La política mezclada con la religión o la religión mezclada con la política vuelve de ese modo a ser motivo de discordia. Las caricaturas de Mahoma, publicadas entre 2005 y 2006 en Dinamarca, provocaron disturbios en sitios tan distantes entre sí como Beirut, Yakarta, Londres y Nueva Delhi. En 2015, la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo sufrió una masacre por idéntico motivo. Pretendió ser el estreno de una nueva oleada de atentados en Europa. La segunda temporada del Daesh tras su progresiva capitulación en Medio Oriente.

El impacto visual de las tragedias en otros confines, especialmente en Europa, provoca tanto miedo como las sanguinarias ejecuciones de rehenes en sus dominios. Es, justamente, lo que persigue el Daesh, al igual que Al-Qaeda, aunque estén distanciadas entre sí. El miedo afecta el comportamiento de las personas y, al destruir la confianza mutua en la cual se funda la convivencia, desgarra el tejido social.

Cada masacre que se atribuye el Daesh, no siempre de su autoría, entraña un daño colateral: humillar a los gobiernos por su incapacidad para defender a la población y minar sus economías, causando abruptas caídas en el turismo. Se trata de una estrategia corporativa con el terrorismo como mercancía. Más brutalidad contra los civiles implica más adhesión de los suyos y rechazo de los otros. Nosotros.

Publicado en la revista DEF

Jorge Elías
@JorgeEliasInter



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