La manipulación de la historia

El tironeo del pasado suele estar sujeto a intereses políticos, como ocurre con Trump y con Putin, de modo de imponer su visión de los acontecimientos




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En el Salón Oval había un busto de Winston Churchill. Barack Obama ordenó retirarlo en 2009. Durante su primera visita al nuevo presidente de Estados Unidos, el entonces primer ministro británico, Gordon Brown, debió llevárselo. Lo dejó en la residencia de su embajador en Washington. Había sido un préstamo de Tony Blair a George W. Bush en virtud del vínculo que tejieron desde 2001. Lo coronaron con la declaración conjunta de la guerra contra Irak. En sus memorias, “el negro de nombre extraño”, como se define a sí mismo Obama, aborrece las torturas padecidas por su abuelo en Kenia durante el régimen colonial británico.

Obama sustituyó el busto de Churchill, obra del escultor Jacob Epstein, nacido en Estados Unidos, radicado en Londres, por otro del primer presidente republicano de su país, Abraham Lincoln, partidario de la abolición de la esclavitud. Curiosamente, otro republicano, Mitt Romney, prometía reponer el busto de Churchill, hecho en bronce, si ganaba las presidenciales de 2012. Las perdió. Donald Trump, elegido en 2016, hizo colgar en el Salón Oval una pintura del presidente Andrew Jackson, defensor de la esclavitud. Su rostro, por orden de Obama, debería ser reemplazado en el billete de veinte dólares por el de una esclava, Harriet Tubman, en 2020.

El tironeo de la historia suele estar sujeto a intereses políticos o a la orientación de los gobiernos. Es peligroso. Sobre todo, en momentos de tensión racial, como ocurre en Estados Unidos entre los supremacistas blancos, los neonazis y los nostálgicos del Ku Klux Klan, identificados en su mayoría con Trump, y los miembros del colectivo Black Lives Matter (Las vidas negras importan), en guardia por el asesinato de ciudadanos afroamericanos a manos de policías blancos. Tan peligroso es como el anuncio unilateral del traslado de la embajada de Estados Unidos a Jerusalén en coincidencia con el delicado rediseño del mapa político de Medio Oriente.

Trump se pasa de la raya con sus provocaciones. Subestima más a los suyos que a los ajenos. En Asia, durante un encuentro fugaz con Vladimir Putin, echó por tierra el trabajo de aquellos que en su propio país procuran aclarar la presunta injerencia del Kremlin en las presidenciales de 2016.  En este culebrón, Trump y Putin reescriben sus historias mientras el fiscal especial norteamericano Robert Mueller intenta ir hasta el hueso en la pesquisa que dejó al desnudo a Michael Flynn, consejero de Seguridad de la Casa Blanca durante apenas 24 días, por haberle mentido al FBI.

Por reescribir una parte ominosa de la historia ominosa, la del Holocausto, cayó Sean Spicer, efímero secretario de prensa de la Casa Blanca. Negó que Hitler utilizara gas contra su población. La burrada de Spicer fue contemporánea de otra. La de la ex candidata presidencial francesa Marine Le Pen cuando deslindó de la responsabilidad de su país en Vél’Hiv, la razia contra los judíos de París, el 16 y el 17 de julio de 1942. La mayoría terminó siendo asesinada en Auschwitz. La mentira puede ser hereditaria. El padre de Marine, Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional, aseguró que “las cámaras de gas fueron una anécdota de la Segunda Guerra Mundial”. Lo condenaron por tergiversar la historia.

Se trata de manipular la historia, en realidad. De apropiársela. En el centenario de la Revolución Rusa, Putin pregona la “historia de los mil años” de la cual los rusos deben enorgullecerse, incluida la anexión de Crimea en 2014. Desde que asumió el poder, en 2000, se ha propuesto recuperar parte de la memoria soviética. En su primer año de gobierno repuso el himno soviético, reemplazado desde 1991 por la Patrioticheskaya Pesnya (Canción Patriótica), y dejó el martillo y la hoz como emblema de la compañía aérea Aeroflot. En el proceso de definición histórica también ha rescatado símbolos de la era de los zares, como la bandera y el escudo.

Eso no significa que Putin no reconozca a su país en las revoluciones de febrero y de octubre de 1917. Procura sortearlas como si le dieran mala espina. Aluden al final de sistemas políticos, como el zarismo y el régimen liberal, así como al cambio de los gobernantes y de la forma de gobierno. Mejores son para Putin las revoluciones lejanas, como la de las Rosas, que provocó la caída Eduard Shevardnadze en Georgia en 2003; la Naranja, que supuso la elección de Víktor Yúshchenko en Ucrania en 2004, y la de los Tulipanes, que depuso a Askar Akáyev en Kirguistán en 2005. Esas revoluciones lejanas y de colores no alteran su meta. La de añadir un capítulo a su historia: ser reelegido por enésima vez en 2018. El año del Mundial. Nada menos.

Publicado en Télam

Jorge Elías
@JorgeEliasInter



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