Sí, querida

En Japón, la mujer es la responsable de la economía hogareña y, por ese motivo, recibe el salario del marido, al cual le da su mesada como a un niño




Naoto Kan: en casa mando yo, pero mi mujer toma las decisiones
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Por Jorge Elías

Por dos razones Colón descubrió América: era soltero y no era japonés. De haber sido casado, la mujer no hubiera vacilado en preguntarle por qué no mandaban a otro, por qué iba a tardar tanto y por qué no podía acompañarlo. Le hubiera hecho el viaje imposible, convencida de que, con el absurdo pretexto de hacerle creer a su jefe que la Tierra era redonda, tramaba un ardid para emborracharse con los amigos o engañarla con esas tres locas que se hacían llamar la Pinta, la Santa María y, “¡una niña, Cristóbal! –lo hubiera increpado, desencajada–. No tienes derecho”.

Antes de salir de casa, más allá del revuelo, le hubiera pedido dinero para pagar la tarjeta de crédito, y pelos y señales del hotel en el que iba a alojarse. Lo usual, digamos. De haber sido japonés, Colón hubiera tenido un problema adicional: las amas de casa niponas, responsables de la economía familiar, reciben el salario de sus maridos, a los cuales les entregan el kozukai (dinero de bolsillo para sus gastos). Las mesadas, como a los niños. Por eso, entre marzo y abril comienzan las negociaciones salariales con los sindicatos llamadas shuntô (ofensiva de primavera).

El empleador le transfiere a la mujer el salario del marido. ¿Es mentira entonces que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer? Más o menos. Detrás de Naoto Kan, primer ministro de Japón desde el 8 de junio de 2010 hasta el 2 de septiembre de 2011, estaba su esposa, Nobuko Kan, autora de un libro lapidario cuyo título resume el amor y la fe volcadas en la persona con la cual compartió cuatro décadas: ¿Qué diablos va a cambiar en Japón ahora que tú eres primer ministro?, según la traducción aproximada.

Esa expresión, acaso un renovado voto a su capacidad para gobernar, llevó a señor Kan a concluir: «Tengo a la oposición en casa». La señora Kan se pregunta en el libro si era bueno que su marido fuera “el primer ministro, porque lo conozco bien». En casa pasa lo mismo: mando yo, pero mi mujer toma las decisiones. Así y todo, el señor Kan dirigió por un rato los destinos de uno de los países más poderosos del planeta.

El señor Kan, según su cónyuge, no se destaca como orador, carece de buen gusto para vestirse si se ve privado de la llamada “nueva armadura samurai” (traje negro, camisa blanca y corbata anodina) y, en casa, actúa como un «malcriado» que no sabe cocinar el plato más sencillo. La excéntrica señora Kan está lejos de alcanzar a una de sus antecesoras, Miyuki Hatoyama, esposa del primer ministro Yukio Hatoyama. Publicó un libro, también. En él, titulado Cosas muy extrañas que me han pasado, asegura que su alma viaja a bordo de un ovni triangular rumbo a Venus, «un lugar verde y hermoso», y que ha conocido a Tom Cruise en una vida anterior en la que el actor norteamericano «era japonés».

Nada de esto habría cobrado relieve ni trascendido si ambos primeros ministros japoneses hubieran sido solteros. Desde Colón, ellos y otros mortales entienden los beneficios de no hablar más de veintiún segundos por teléfono, comer a cualquier hora, no secar el baño después de la ducha (que se seca solo, en realidad), llevar una sola maleta para un mes de vacaciones y disfrutar sin interrupciones de un partido de fútbol por televisión. Si esos motivos no son suficientes para elogiar la soltería, uno solo vale por sí mismo su peso en oro: de haber sido casado y japonés, Colón no habría zarpado del Puerto de Palos. Lo habrían molido a palos.

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