Tercera Guerra, primera parte

El año que concluye estuvo atravesado por diez conflictos diseminados geográficamente, pero de alguna manera conectados a través de rasgos extremistas y nacionalistas. Una nueva conflagración mundial asoma “en partes”, como advirtió el Papa Francisco. En este caso, no se enfrentan Estados contras Estados, sino Estados contra grupos armados. El factor común: desplazados que se cuentan por millones y una violencia que no da tregua. Por Jorge Elías / Especial para DEF




Seis millones de personas debieron alejarse de sus hogares en 2013 como consecuencia de los enfrentamientos armados
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Cuando cayó el Muro de Berlín afloró una pregunta: “What’s left?”. Traducido: “¿Qué queda?”, “¿qué es izquierda?” o, fusionado, “¿qué queda de la izquierda?”. Veinticinco años después, aflora la misma pregunta para la Primavera árabe, iniciada en Túnez y diseminada en otros países en 2011: ¿qué queda de aquellas protestas laicas y políticas, no religiosas, que apuntaban al establecimiento de democracias, con alternancia en el poder e instituciones capaces de mediar entre el legado oprobioso de las dictaduras y las monarquías y los dictados radicales del Islam?

En Túnez, Egipto y Libia cayeron los dictadores vitalicios, antes apañados por los gobiernos occidentales. En Siria estalló la guerra civil. En Irak, los milicianos del Estado Islámico (EI) garabatean ahora en las fachadas de las casas de los cristianos la decimocuarta letra del alfabeto árabe, nun (ن). Es la inicial de nasrani (nazareno). Los nazarenos, devotos de Jesús de Nazaret, son presas del pánico frente a la limpieza religiosa, pariente de la étnica, que ha emprendido el grupo sunita, separado de Al-Qaeda. Los moradores de las casas marcadas, sujetos a la sharia (ley islámica), deben convertirse al Islam o huir para no ser ejecutados.

Esto ocurre en el siglo XXI, no en el siglo XII. ¿Es el primer capítulo de la Tercera Guerra Mundial “por partes”, como supo definirla el papa Francisco durante una visita a los cementerios de Fogliano Redipuglia? Allí, al norte de Italia, yacen miles de caídos durante la Primera Guerra Mundial, de la cual se cumplió un siglo en 2014. Las “partes”, de ser corroborada la hipótesis, se engarzan con rasgos extremistas y nacionalistas, no exentos de atrocidades, en Siria, Irak, Libia, la Franja de Gaza, Afganistán, Sudán del Sur, la República Centroafricana, Mali, Somalia y Ucrania. Son diez conflictos simultáneos, anudados entre sí.

Seis millones de personas debieron alejarse de sus hogares en 2013 como consecuencia de los enfrentamientos armados, las persecuciones y la violencia generalizada, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). A comienzos de 2014, 50 millones se encontraban en esa ingrata situación. El aumento se debió a la intensificación de los conflictos en Siria, Sudán del Sur y la República Centroafricana. Se sumaron otras miles de víctimas en la Franja de Gaza, Ucrania, Irak y Libia. El número de desplazados y refugiados equiparó o superó al de la Segunda Guerra Mundial.

Los desplazados, 33,3 millones, permanecen en sus países; los refugiados, 16,7 millones, huyen al exterior y, por miedo, arraigo u otras razones, no regresan en igual proporción. En ambos casos dejan sus casas, sus trabajos, sus estudios, sus afectos y una porción de sí mismos que nunca recuperarán. Un incremento de desplazados y refugiados de esta magnitud no se observaba desde las guerras de los Balcanes y el genocidio de Ruanda, en 1994. En 2013, la mayoría eran sirios que se dirigían al Líbano, Jordania y Turquía, así como afganos que escapaban del régimen talibán rumbo a Pakistán e Irán.

La Tercera Guerra Mundial “por partes” es asimétrica. No se enfrentan Estados contra Estados, sino Estados contra grupos armados. Y, también, es simbólica. En 2001, aviones comerciales de los Estados Unidos, símbolos del progreso, se estrellaron contra las Torres Gemelas, símbolos del poder económico, y el Pentágono, símbolo del poder militar. Trece años después, en 2014, un encapuchado con glamoroso acento británico decapita rehenes occidentales. AlQaeda y el EI persiguen el mismo fin: demostrarles a sus adversarios que pueden poner en su contra aquello que creen propio, como los trenes de Atocha en 2004, el metro de Londres en 2005 y a sus ciudadanos en cualquier momento.

LUZ, CÁMARA, TERROR

En la película El sonido de las espadas, rodada por el EI con fines propagandísticos, un dron capta imágenes desde el cielo de la ciudad de Fallujah, Irak, y desciende a un infierno de sangre y fuego coronado por la cobardía, exhibida como valentía, de ejecutar con disparos en la nuca a enemigos desarmados, de rodillas y con las manos atadas, con el latiguillo “Dios es el más grande”. Los tildan de apóstatas. La bandera negra del EI ondea todo el tiempo. Las espeluznantes escenas procuran intimidar a los disidentes y reclutar mujahidines (combatientes) para la la jihad (guerra santa) en otros países.

El EI no es un Estado ni es islámico, pero actúa como si lo fuera en un territorio del tamaño de Suiza y Austria juntas, en Irak y Siria, en el cual viven ocho millones de personas. Explota pozos de petróleo, su fuente de financiamiento en el mercado negro. Cobra impuestos, como el régimen talibán en Afganistán. E imparte justicia amputando la mano del ladrón; lapidando al adúltero; decapitando al infiel; sometiendo a las mujeres; prohibiendo el consumo de tabaco, alcohol y drogas; y fusilando o crucificando en masa a los renegados en las plazas de cada ciudad que conquista. Lo hace a la vista de todos, especialmente de las cámaras.

El impacto visual provoca miedo. Es lo que busca para lograr un cambio político. Declara de ese modo una guerra psicológica de largo aliento que va más allá de sus víctimas, a veces infelices que no comparten su credo o discrepan con sus opiniones. El miedo afecta el comportamiento de las personas y, al destruir la confianza mutua en la cual se funda la convivencia, desgarra el tejido social. Los medios de comunicación convencionales no son responsables de la insurgencia ni del terrorismo, pero tampoco pueden negar o ignorar su existencia.

La decapitación del periodista Steven Sotloff, difundida por las redes sociales con más prudencia y respeto que la de su colega James Foley, retrotrajo a los norteamericanos a 1993. Entonces, la imagen del cadáver desmembrado de un soldado arrastrado por las calles de Mogadiscio, Somalia, llevó a demócratas y republicanos a jurar que nunca más iba a comandar sus tropas “un Boutros BoutrosGhali”, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El helicóptero de los cascos azules había sido derribado por los rebeldes del general Mohamed Farah Aidid, luego presidente.

Bill Clinton ordenó la vuelta de los suyos. Somalia, desahuciada por la comunidad internacional, continuó desangrándose por el integrismo, la piratería y los señores de la guerra. Aquella derrota de los Estados Unidos, comparada una y mil veces con la sufrida en Vietnam, impidió que movieran un dedo frente al genocidio en Ruanda, desatado un año después. Barack Obama resulta ser ahora el destinatario de las amenazas del verdugo de Sotloff y Foley en un mundo que, también sorprendido por los aires expansionistas de Rusia en Ucrania, premia el cinismo y sanciona la mesura.

EI EI se muestra como un proyecto de Estado totalitario, no como un grupo insurgente. El dinero, las armas y los combatientes proceden de sus enemigos. También recibe donaciones de los países del Golfo, temerosos de incursiones en sus territorios. Controla pozos en Irak y Siria en un momento clave: está cambiando la ecuación energética. En 2013, por primera vez desde 1995, los Estados Unidos produjeron más crudo del que importaron. En 2015 superarán a Arabia Saudita en extracción.

En un mapa de la restauración del gran califato, difundido por el EI, un manchón negro se extiende desde el océano Atlántico hasta Asia Central: España y Portugal pasan a ser Andalus; Europa oriental recibe el nombre de Orobpa; el Cáucaso es Qoqzaz; Egipto es Alkinana; Etiopía es Habasha, y Siria, el Líbano y Palestina componen Sham. Ni Osama ben Laden, abatido en 2011 por los Navy Seals norteamericanos en su madriguera de Pakistán, había llegado tan lejos en sus planes.

IRAK ESQUINA SIRIA

Con la aparición del EI, los Estados Unidos y sus socios europeos pagan caro sus errores en Irak. George W. Bush adquirió de Ronald Reagan el concepto de “imperio del mal”, remozado como “eje del mal” para derrocar con premisas falsas a Saddam Hussein, sunita, en 2003. El posterior gobierno de Nuri al Maliki, chiita, lejos estuvo de integrar a las minorías sunita, la otra rama del islam, y kurda, más interesada en fundar en ese país, Turquía, Irán, Siria y Armenia un Estado, el Kurdistán, que en la religión.

A finales de 2011, por orden de Obama, salió de Irak el último soldado norteamericano camino a Kuwait. Era el epílogo de la guerra. En casi nueve años habían muerto 151.000 personas, de las cuales 125.000 eran civiles. Hubo también 1,7 millón de desplazados y 1,8 millón de refugiados.

La toma de Fallujah, de la cual alardea el EI, es humillante para los norteamericanos. La habían recuperado en 2004 en la batalla más sangrienta desde Vietnam. Quedó en manos del líder del EI, Abu Bakr al Bagdadi, autoproclamado califa Ibrahim al Husayni al Qurayshi, nacido en Irak. En ese país cayó en 2006 el terrorista jordano Abu Musab al Zarqawi, segundo de Ben Laden.

En diciembre de 2012, un año después de aquello que parecía ser el prólogo de una nueva era en Irak, los milicianos del EI iniciaron una acampada de protesta en Ramadi. La minoría sunita, antes cobijada por Hussein, denunciaba la política sectaria de la mayoría chiita, representada por el primer ministro Maliki. El gobierno de Irak iba a procesar a Rafi al Issawi, exministro de Economía y líder de la comunidad sunita. Lo acusaba de colaborar con grupos terroristas. Entre ellos, el EI, alianza de organizaciones radicales nacida bajo el paraguas de Al Qaeda en octubre de 2006 en rechazo a la ocupación extranjera.

Tras el desalojo de la acampada, el EI realizó concentraciones contra el gobierno de Maliki y, escindido de Al Qaeda, se dispuso a lanzar operaciones insurgentes contra Ramadi y Fallujah, principales ciudades de la provincia de Anbar, así como contra Mosul y Tikrit. La minoría sunita, acostumbrada a gobernar el país al amparo de Hussein, recobró sus bríos y extendió su brazo hasta Siria, donde combatió contra el gobierno de Bashar al Assad. En abril de 2013, por esa razón, el Estado islámico de Irak, su nombre original, se añadió “y el Levante o Siria” (ISIL o ISIS, sus siglas en inglés). Luego pasó a llamarse Estado Islámico a secas.

Con tecnología del siglo XXI y métodos del siglo XII, el EI aprovecha la ausencia del Estado en Irak y Siria y la debilidad de los gobiernos occidentales en la región más candente y estratégica del planeta. Ayman al Zawahiri, “nuestro jeque y emir”, como se hace llamar en AlQaeda, eyectó al líder del El, Bagdadi, por resistirse a concentrar sus actividades en Irak y mandar a los suyos a pelear contra el régimen de Assad. Le ganó la partida al Frente Al Nusra, rama siria de AlQaeda.

Los Estados Unidos armaron una coalición de varios países para destruirlo. Aviones norteamericanos, secundados por otros de Francia, Jordania, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Qatar, iniciaron la ofensiva. Consiste en ataques aéreos, apoyo a las fuerzas locales, inteligencia, contraterrorismo y ayuda humanitaria. La coalición pende de alfileres, sobre todo por la desconfianza que despiertan los gobiernos occidentales en la región. En ella prevalece la pugna por la hegemonía entre Arabia Saudita, dominado por sunitas, e Irán, dominado por chiitas.

La división data de la muerte de Mahoma en el año 632 de la era cristiana. Entre los musulmanes surgió una mayoría sunita y una minoría chiita. Los sunitas, vencedores en la disputa por el califato en el siglo VII, creen en Mahoma, pero hay una rama salafista apolítica (defensora de la religiosidad) y otra enrolada en la jihad. Los chiitas, que representan el 10 por ciento de los 1300 millones de musulmanes, derivan de la expresión shiat Alí (los partidarios de Alí), primo y yerno de Mahoma. Creen en el linaje a partir de la descendencia de Fátima, la hija de Mahoma.

El comienzo de la represalia aérea contra el EI coincidió con la liberación de 49 ciudadanos turcos que mantenía secuestrados. Turquía, acusada de doble rasero, teme que la batalla consolide a los kurdos iraquíes y, después, a los kurdos turcos. ¿Quién gana en este volátil escenario? Mientras la coalición comandada por los Estados Unidos repele al EI, Assad cuenta con los favores de Rusia (sancionado por Occidente tras la anexión de Crimea), China, Irán, Jordania y algunos países ricos del Golfo. El dictador sirio renació de sus cenizas después de haber rozado el abismo por haber usado armas químicas contra su pueblo en 2013.

En ese momento, dos años después del comienzo de la Primavera árabe, el mundo pareció acomodarse sobre su eje. Los 15 miembros del Consejo de Seguridad de la ONU resolvieron el desmantelamiento de las armas químicas de Siria tras un acuerdo entre los principales antagonistas: los Estados Unidos y Rusia. A su vez, los presidentes de los Estados Unidos e Irán mantuvieron el primer contacto directo desde la revolución islámica de 1979. El diálogo telefónico entre Obama y Hassan Rouhani, sucesor de Mahmoud Ahmadinejad, habilitó la vía política para sanear las discrepancias por el programa nuclear iraní.

¿Qué queda de aquello? Assad llevaba dos años lidiando con las fuerzas rebeldes, copadas por Al Qaeda. Arabia Saudita y los países del Golfo, según los cables diplomáticos norteamericanos ventilados por WikiLeaks, eran “la fuente de financiamiento más importante de los terroristas sunitas”, entre los cuales se encuentra el EI, en desmedro de Irán, con mayoría chiita. Por eso Irán, sostén de Assad, colabora con los kurdos en Irak tras el fracaso de uno de los suyos, el exprimer ministro Maliki. Lo hace en defensa propia.

LA RULETA RUSA

La caída del Muro de Berlín sepultó a la Unión Soviética y, en principio, terminó con la Guerra Fría, pero un fantasma recorre la espina dorsal del planeta cuando los Estados Unidos y Rusia se enzarzan por países en conflicto. En esta remozada versión de su añejo enfrentamiento, Washington y Moscú riñen a través de terceros en discordia. Entablan una proxy war (guerra por delegación), cuya pelea de fondo se dirime entre países que quieren pueblos prósperos y países que quieren Estados poderosos.

En las crisis de Ucrania y Siria, Rusia decidió estar del lado de aquellos que promueven Estados poderosos: un presidente depuesto después de haber ordenado la represión contra sus opositores y otro en funciones con una guerra civil de desenlace incierto que supera holgadamente los 200.000 muertos. En esas estamos mientras el mundo también se divide entre países rápidos y lentos, no entre países capitalistas y socialistas como en la Guerra Fría. En esa partición caprichosa, China representa una paradoja: es horriblemente comunista en lo social y despiadadamente capitalista en lo económico.

En ruso, Ucrania significa tierra de frontera; en ucraniano, patria. Esa patria, enclavada en tierra de frontera, alcanzó la independencia en 1991, pero alberga las pasiones encontradas de un país dividido que convirtieron en 2014 a la plaza Maidán, bautizada Euromaidán (Europlaza), en un campo de batalla por el ingreso del país en la Unión Europea y, sobre todo, por el acuerdo de libre comercio con Occidente. En Kiev confluyeron desde defensores de la democracia hasta infiltrados de la ultraderecha nacionalista antijudía. El presidente Víktor Yanukóvich ordenó la represión con la venia de Vladimir Putin y se esfumó.

El posterior derribo en Ucrania del avión de Malaysia Airlines, con 298 pasajeros a bordo, tensó aún más la cuerda entre los Estados Unidos y Rusia, proveedor del sistema antiaéreo que usaron los rebeldes prorrusos. Por ello, Obama resolvió no suministrarles un arma de esa envergadura a los rebeldes sirios que pelean contra las tropas de Assad. ¿Obama y Putin están en las antípodas? Más allá de sus diferencias por Ucrania y por el cobijo brindado en Moscú a Edward Snowden, fugitivo de la justicia norteamericana por haber ventilado secretos de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), trabajan codo a codo para reducir el programa nuclear de Irán.

En un decenio, Rusia cerró dos veces el grifo del gas para presionar a Ucrania. Por sus entrañas pasa un 15 por ciento del fluido que consumen otros países, como Alemania, Italia y el Reino Unido. Con la invasión de Crimea, en supuesta defensa de los suyos, Putin violó el derecho internacional, pero se aseguró el clamor nacionalista expresado en el escudo de armas zarista. Es un águila de dos cabezas: una fomenta el separatismo en Osetia del Sur y Abjasia; la otra lo aplasta en Chechenia. De igual modo se comporta con la autodeterminación: la apadrina en esas dos regiones en conflicto y la aborrece en Kosovo, donde su antecesor, Boris Yeltsin, defendió hasta último momento al presidente serbio Slobodan Milosevic.

Me tocó verlo como corresponsal de guerra: los soldados rusos arribaron a la entonces provincia serbia antes que los tanques de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Los militares norteamericanos y europeos no habían puesto un pie en el terreno durante los 78 días de bombardeos. Era una demostración de poder. Entre el 24 de marzo y el 9 de junio de 1999, hubo 5.000 víctimas de un solo lado, el serbio, y ninguna del otro. Con la ayuda de Yeltsin, Milosevic sorteó la regla Galtieri: no cayó de inmediato por la derrota, sino un año y medio después.

EL OTOÑO OCCIDENTAL

En ese enjambre de buenos no tan buenos y malos no tan malos de la Primavera árabe, queda el otoño occidental mientras transcurre la Tercera Guerra Mundial “por partes”. Se trata, en el fondo, de la defensa del statu quo: que continúen los déspotas árabes y que se resuelva el conflicto palestino, madre de todas las disputas en Medio Oriente.

Desde 2011, Palestina, o la sucursal de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en Cisjordania, pide pista para ser miembro de pleno derecho en la ONU. Fue admitida como Estado observador frente al rechazo en minoría de número de Israel y los Estados Unidos, entre otros. Quizá no sea la solución, pero contribuiría a evitar que un Estado, Israel, avance más allá de sus fronteras sobre otro, Palestina, corroído por las divisiones internas y la corrupción generalizada de sus líderes.

En 50 días de ofensiva contra la Franja de Gaza, nuevamente hecha trizas, murieron en 2014 casi 2.200 palestinos y 64 militares y cinco civiles israelíes. Siempre ha prevalecido la superioridad militar de Israel sobre la densidad poblacional de la lonja de 360 kilómetros cuadrados en la cual reside más de un millón y medio de personas. En el fuego cruzado, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) despliegan desde 2011 un fenomenal sistema defensivo llamado Cúpula de Hierro. Consiste en interceptar los cohetes lanzados por Hamas antes de que alcancen sus objetivos en el territorio israelí.

Desde 1994, por los Acuerdos de Oslo, la ANP controla del 80 por ciento del territorio sin el manejo de la frontera ni de la seguridad. En 2005 presencié como enviado especial el éxodo de 7.000 colonos judíos de la Franja de Gaza, dispuesto por el primer ministro israelí, Ariel Sharon. Al año siguiente, Hamas ganó las elecciones y rompió lanzas con la otra cara de la ANP, Al Fatah, fuerte en Cisjordania. En 2007, una guerra entre ambas facciones se saldó con 700 muertos.

Durante la Primavera árabe cayó el faraón de Egipto, Hosni Mubarak, tras las concentraciones en la plaza Tahrir, de El Cairo. Mohamed Morsi, candidato por los Hermanos Musulmanes, padrinos de Hamas y primos de Irán, ganó las presidenciales con el 51 por ciento de los votos. Su gobierno duró menos de un año. Lo derrocó el militar Abdul Fatah al Sisi, legitimado en elecciones en las que se alzó con el 97 por ciento de los votos. Con el ciento por ciento solía ganarlas Hussein en Irak.

En 2014, cuando concluyó la guerra entre Israel y Hamas, afloró otra pregunta: ¿qué queda de la Primavera árabe frente al riesgo inminente de la propagación de regímenes islámicos radicales inspirados en califatos pretéritos como el pregonado por el EI? El conflicto, ingratamente posterior a la histórica visita del papa Francisco a Tierra Santa, ha sido otra muestra de la crónica incapacidad de israelíes y palestinos, así como de los gobiernos árabes, de respetar los procesos de paz suscriptos con la anuencia de la comunidad
internacional.

Los israelíes y los palestinos de a pie, como cualquier ser humano, solo pretenden una cosa: vivir en paz. ¿Qué necesita Israel? Que la Franja de Gaza deje de ser la base de ataques contra su territorio con cohetes o por medio de túneles, destruidos en esta represalia. ¿Qué necesita Hamas? Que Israel y Egipto, cuyo gobierno militar lo detesta por ser primo de su peor enemigo interno, los Hermanos Musulmanes, alivien el bloqueo y, ahora, contribuyan a la reconstrucción. ¿Qué necesitan ambos? La moneda de curso legal más difícil de conseguir en el mundo: confianza.

Es lo único queda y lo que necesitamos todos, en realidad. Los nacidos en 1989 son los indignados de nuestros días.

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