Sobre héroes y tumbas (Segunda y última parte)

Como las dos Coreas continúan en guerra desde 1953, los soldados se ven las caras en forma permanente en la frontera más extraña del planeta




Desfile militar en Pyongyang
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En la frontera entre las dos Coreas están prohibidos los jeans, las zapatillas y la ropa de color verde. Del lado de Corea del Sur hay un parque de diversiones. Es un adorno. No funciona. Más allá, al final de un territorio que culebrea entre alambres de púas y minas antipersonales, está “el puente del no retorno”. Es de madera, endeble en apariencia, pero encierra en su nombre la fortaleza de una amenaza para aquel que se atreva a poner un pie en él: “Te disparan o te capturan”, me dijo un mayor del ejército norteamericano de apellido Andersen, guía eventual en el azaroso derrotero hasta donde nos dejaran los norcoreanos. En ese límite difuso, a diferencia de otros sacudidos por guerras, los soldados de ambos bandos se ven las caras. Los surcoreanos permanecen de pie, con los puños hacia adelante a la altura de la cintura, estáticos, mostrando medio cuerpo; usan gafas espejadas para no responder a las provocaciones. Los norcoreanos, como me dijo Stephen Oertnig, funcionario civil de la ONU, “se lustran los borceguíes con la bandera norteamericana y nos muestran los nudillos, gastados de golpear las paredes de las casillas en las que se reúnen dos veces por día los generales de la ONU y de Corea del Norte”.
Lo hacen para molestar, desafiantes bajo gorros de piel, cambiando de manos sus fusiles. Montan guardia a diez metros de los surcoreanos. Los insultan, escupen al aire. Dan la espalda a un edificio gris de escaleras interminables y paredes despojadas, emblema del comunismo de Europa del Este durante la Guerra Fría. Desde las ventanas, cubiertas con  cortinas blancas, se asoman binoculares. Mi joven intérprete surcoreana, Karina Lee, no había visto en su vida el rostro de un norcoreano, cuyo lenguaje, me explicó, quedó anclado a mitad del siglo XX, así como sus lazos con los parientes que viven en la otra Corea.
Si China es el principal socio de Corea del Norte y el único con predicamento en Pyongyang, Corea del Sur es su principal donante de ayuda humanitaria. Cuando murió Kim Il-sung, su hijo y sucesor, Kim Jong-il, tejió una relación débil con el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, más allá de su exacerbada pasión por el cine de Hollywood y otras bondades occidentales. Cada escalón que subía en sus ensayos nucleares coincidía con el agravamiento económico del país por la falta de apertura. George W. Bush decidió cerrarle el grifo en 2003, un año después de haberla incluido en el «eje del mal». Corea del Norte no recibió más petróleo por haber violado el Tratado de No Proliferación. Los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) debieron retirarse.
El régimen gozó desde entonces de impunidad absoluta para fabricar armas nucleares y, peor aún, probarlas. A finales de 2005, Japón aligeró la prohibición, alentada por los Estados Unidos, y comenzó a permitirle recibir remesas del exterior. No alcanzó. Kim Jong-il, El Querido Líder, se pavoneaba en el regalo que se había hecho a sí mismo: un Mercedes Benz con la matrícula 2-16 (por su fecha imprecisa de nacimiento, el 16 de febrero de 1942, en la aldea siberiana de Vyatskoye) y no ahorraba gastos en sus festines de langostas, vino francés y coñac.
En 2007, a sus 65 años de edad, Kim Jong-il concedió a la población, por primera vez en la historia, cinco días de vacaciones en honor a sí mismo y a su difunto padre, El Presidente Eterno. En su cumpleaños, en un colosal derroche de generosidad, hizo repartir raciones adicionales de alimentos: medio litro de aceite, un kilo de azúcar, cinco huevos y una botella de licor a cada familia al son de la marcha “Mi felicidad está en el pecho del respetado general”.
El tercer Kim, Kim Jong-un, amante de las películas de artes marciales, admirador del actor Jean-Claude Van Damme y anfitrión frecuente del basquetbolista norteamericano Dennis Rodman, es tan estrafalario y cruel como sus antecesores. A finales de 2013 se ufanó de haber arrojado a su tío, Jan Song-thaek, vicepresidente de la Comisión de Defensa Nacional, y a cinco de sus colaboradores a una jauría de 120 perros que llevaban cinco días sin comer. ¿El cargo? Traición a la patria por haber formado una fracción opositora dentro del PT. El Brillante Camarada presidió la ejecución, que duró una hora. Luego mandó matar a toda la familia de quien había sido su tutor, incluidos los niños, de modo de deshacerse de “la escoria disidente”.
Desde la torre de Panmunjom, nombre del área fronteriza entre las dos Coreas, uno ve con binoculares a soldados norcoreanos que, a su vez, usan binoculares para vernos. La gente trabaja en el campo, cargando cestas en medio de un paisaje silencioso, desolado, escarpado, de cerros empinados y grises contrastantes. Son maquetas, en realidad. Se trata de un pueblo fantasma en el cual un par de soldados iza la bandera al amanecer y la arría al atardecer como si las personas y las casas no fueran de cartón piedra. A lo lejos, la estatua dorada de Kim Il-sung recorta el firmamento. A sus pies, todo extraño de ojos no rasgados, escoltado por «guías turísticos» de la desaparecida agencia soviética KGB, debe depositar flores en su honor.
Del lado surcoreano concluye el tramo ferroviario que, en teoría, iba a unir a las dos Coreas y adentrarse en China y Rusia. Era el medio de transporte favorito del pionero de Corea del Norte, Kim Jong-il, por su miedo a volar. En la moderna estación Dorasán, construida sobre la montaña homónima de 156 metros de altura, se apean y se apenan los 900 turistas y estudiantes de los tres viajes diarios que parten de Seúl, la capital de Corea del Sur.
Beben infusiones, reciben una descripción del área frente a un mapa y, desalentados por no poder ver más, se contentan con un souvenir gratuito: un absurdo sello de goma con palomas. Lo estampan en papeles que nunca firmarán los jerarcas de la única monarquía de sangre roja y temple estalinista del planeta, temerosos de seguir los pasos de los otrora poderosos oficiales de Alemania Oriental.En la frontera entre las dos Coreas están prohibidos los jeans, las zapatillas y la ropa de color verde. Del lado de Corea del Sur hay un parque de diversiones. Es un adorno. No funciona. Más allá, al final de un territorio que culebrea entre alambres de púas y minas antipersonales, está “el puente del no retorno”. Es de madera, endeble en apariencia, pero encierra en su nombre la fortaleza de una amenaza para aquel que se atreva a poner un pie en él: “Te disparan o te capturan”, me dijo un mayor del ejército norteamericano de apellido Andersen, guía eventual en el azaroso derrotero hasta donde nos dejaran los norcoreanos.
En ese límite difuso, a diferencia de otros sacudidos por guerras, los soldados de ambos bandos se ven las caras. Los surcoreanos permanecen de pie, con los puños hacia adelante a la altura de la cintura, estáticos, mostrando medio cuerpo; usan gafas espejadas para no responder a las provocaciones. Los norcoreanos, como me dijo Stephen Oertnig, funcionario civil de la ONU, “se lustran los borceguíes con la bandera norteamericana y nos muestran los nudillos, gastados de golpear las paredes de las casillas en las que se reúnen dos veces por día los generales de la ONU y de Corea del Norte”.
Lo hacen para molestar, desafiantes bajo gorros de piel, cambiando de manos sus fusiles. Montan guardia a diez metros de los surcoreanos. Los insultan, escupen al aire. Dan la espalda a un edificio gris de escaleras interminables y paredes despojadas, emblema del comunismo de Europa del Este durante la Guerra Fría. Desde las ventanas, cubiertas con  cortinas blancas, se asoman binoculares. Mi joven intérprete surcoreana, Karina Lee, no había visto en su vida el rostro de un norcoreano, cuyo lenguaje, me explicó, quedó anclado a mitad del siglo XX, así como sus lazos con los parientes que viven en la otra Corea.

Jorge Elías
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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4 Comments

  1. buen artículo, espero que pronto se solucione el conflicto entre las dos coreas , sobre todo por la población civil, que es la que más sufre. Y de paso poder visitar el país con total libertad, que leyendo post como éste creo que merecerá la pena.
    Saludos de un espanol desde Santa Cruz de la Sierra,Bolivia

  2. Excelente artículo. Satisface tener información más allá de los trillados límites de siempre, como si el mundo terminara en sus fronteras.

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