En la casa del jefe




Fernando Lugo, presidente de Paraguay
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Paraguay no buscó una garantía, sino un cambio. Un cambio radical, en principio, después de 61 años de rutina en el poder del partido con el cual comulgaron desde el dictador vitalicio Alfredo Stroessner hasta el presidente saliente, Nicanor Duarte Frutos. Un cambio radical al estilo de México después de 71 años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), de modo de separar aquello que Dios creó y el partido, precisamente, unió: el Estado, el gobierno y las fuerzas armadas.

De esos tres pilares, sobre los cuales descansó el régimen de Stroessner al amparo del Partido Colorado, los sucesivos presidentes democráticos desde su derrocamiento, en 1989, no se apartaron un ápice.

En Paraguay, empero, las apariencias engañan. Es el único país del mundo que tiene bandera doble faz; en él, la sopa se toma con tenedor (la sopa paraguaya, el plato tradicional) y el mate frío (tereré) no es desprecio, como podría serlo en Argentina. Es, a su vez, la cuna de Yo el Supremo, de Roa Bastos, en donde el gobierno de un solo hombre, fraguado por Stroessner, parecer estar predestinado a un solo hombre, no a un partido; no por nada la residencia presidencial se llama Mburuvicha Róga (Casa del Jefe, en guaraní).

En el nombre del Padre, del Hijo y del Partido Colorado, Fernando Lugo colgó los hábitos y se encomendó la misión de ser ese hombre. No es Hugo Chávez ni Evo Morales ni Rafael Correa ni Daniel Ortega. Es, o pretende ser, la garantía del cambio, acaso una utopía en un país desigual, tristemente asociado con la corrupción, el contrabando y el narcotráfico, en el cual la trilogía alcanzada entre el Estado, el gobierno y las fuerzas armadas impide distinguir el bien del mal. Labor más cercana, quizás, a la vocación sacerdotal que a la ambición política.



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