Clubes de presidentes




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Todos los presidentes vivos de los Estados Unidos asistieron a la inauguración de la biblioteca de George W. Bush en Dallas, Texas. La impactante imagen de los Bush, republicanos, con Barack Obama, Bill Clinton y Jimmy Carter, demócratas, a la misma hora y en el mismo sitio, es inusual en otras latitudes, acaso como el virtual epígrafe: la presidencia está más allá de las diferencias políticas. En América latina, Evo Morales reunió a la mayoría de los presidentes bolivianos pretéritos con el fin de reclamar a Chile la salida al mar; el de Uruguay, José Mujica, estuvo con sus predecesores al cumplirse 25 años del retorno de la democracia en la sede del opositor Partido Colorado, y no mucho más.

Ese trato frío y despectivo hacia los presidentes anteriores, causantes de casi todos los males contemporáneos y algunos más, se vio reflejado en la jura de los nuevos senadores argentinos en 2005. El entonces presidente, Néstor Kirchner, evitó saludar a uno de ellos, el ex presidente Carlos Menem, enrolado en el mismo partido aunque militaran en corrientes opuestas. La miró a su mujer, la senadora Cristina Kirchner, ahora presidenta, y tocó madera para burlarse de la fama de mufa o gafe de Menem, apodado Méndez para evitar la mala suerte. Cuando el vicepresidente Daniel Scioli mencionó su nombre, Kirchner enarcó las cejas, molesto.

En los Estados Unidos, tras la muerte de Franklin Delano Roosevelt, el vicepresidente Harry Truman, demócrata, asumió el cargo. Dos meses después convocó al ex presidente Herbert Hoover, republicano. Ambos no coincidían en nada, pero en esos tiempos de la posguerra, trágicos para Europa por la reconstrucción y la hambruna, depusieron sus posiciones en pos del bien común. Fue la semilla de The Presidents Club (El Club de los Presidentes), como supieron llamarlo Nancy Gibbs y Michael Duffy en el libro homónimo. La fraternidad entre presidentes retirados y en ejercicio, más allá de sus partidos, perdura como una suerte de pacto que sirve para superar hasta las discrepancias personales.

Las tuvieron, por ejemplo, Obama y Clinton durante las primarias demócratas de 2008, cuando Hillary estaba en carrera por la candidatura presidencial. La senadora y ex primera dama, derrotada, pasó a ser secretaria de Estado en el primer período de Obama. Clinton, según Gibbs y Duffy, revela que está dispuesto a jugar golf con Obama aunque esté nevando. Eso significa que la investidura presidencial, como máximo honor de cualquier mortal, supera todos los cortocircuitos que puedan tener. La experiencia es intransferible, como dejó dicho John Fitzgerald Kennedy, pero ayuda. Su antecesor, Dwight Eisenhower, dudaba de su capacidad para entender la complejidad del cargo.

Entre los presidentes norteamericanos, Clinton y Ronald Reagan encabezan las preferencias de la gente, según un sondeo periódico de Gallup. Les siguen Kennedy, Bush padre, Gerald Ford, Lyndon Johnson, Carter, Bush hijo y, por último, Richard Nixon. Son dos mandatos y punto desde que Roosevelt, el único en ganar cuatro presidenciales, honró la decisión de George Washington de no presentarse a una tercera reelección con la vigesimosegunda enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que fija en dos mandatos la vida útil del presidente.

Los presidentes latinoamericanos se ven a menudo en una disyuntiva: deben escoger entre figurar en los libros de historia o engrosar sus libros contables. Las dos premisas, aunque pretendan cumplirlas, son incompatibles. Las sospechas de corrupción y la posibilidad de perder poder en el último tramo de sus gestiones llevan a muchos a impulsar reformas constitucionales para reincidir en un segundo o tercer período de gobierno no previsto inicialmente. No sólo porque se sienten imprescindibles, sino, también, porque temen ir a prisión.

Esa es la dinámica del club de los presidentes latinoamericanos, muchos de los cuales han desfilado por los tribunales o, incluso, han terminado presos, como Alberto Fujimori. Desde el gobierno del presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, marcado por el exilio después de la crisis del tequila, y el del brasileño Fernando Collor de Mello, pocos se han visto liberados, al final de sus mandatos, de responder a diversos cargos, como malversación de fondos y otras calamidades. Hasta Luiz Inacio da Silva se ve ahora rozado por imputaciones de ese calibre.

Nixon fue el único que se quedó solo en los Estados Unidos por haber sido poco ético durante su gobierno. Eisenhower asesoró a Kennedy durante la crisis de los misiles de Cuba. Papá Bush colaboró con su hijo en las guerras contra el régimen talibán en Afganistán y contra Irak. Ese acercamiento entre unos y otros es tan poco habitual en América latina que muchos pensaron que cuando criticaban a Bush hijo estaban haciéndole un favor a Obama y que ese servicio iba a ser recompensado. Nunca entendieron que la presidencia es un bien superior a las rencillas políticas y que, por eso, el ataque contra un presidente es una afrenta al país. Son las reglas del club.



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