El bochorno es un viaje de ida




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Unos años después de la estrepitosa caída de su gobierno, el ex presidente argentino Fernando de la Rúa acusó a Marcelo Tinelli, conductor de un popular programa de televisión, de haber sido el causante de su desgracia y, en cierto modo, de la consecuente crisis económica y social del país. Era una forma absurda de resarcirse de haber perdido la oportunidad de “poner término a ese espectáculo lamentable de la mofa», como definió la emulación de un mandatario lento y torpe que hacía el humorista Fredy Villarreal. Al final de su presentación, desorientado, el entonces mandatario confundió la salida y terminó siendo más gracioso que su imitador.

Más allá de achacarles sus desaciertos a los demás, algo usual en algunos presidentes, De la Rúa admitió que había cometido el error de haber ido al programa para terminar con la parodia de sí mismo. La misma autocrítica podrían hacerse ahora la presidenta argentina, Cristina Kirchner, incómoda y molesta con las preguntas de estudiantes universitarios de Georgetown y Harvard, y su virtual reverso en el conflicto por las islas Malvinas, el primer ministro británico, David Cameron, reprobado en historia de su país en el programa de televisión de David Letterman.

Frente a las cámaras, nadie sale ileso. En vísperas de las presidenciales norteamericanas de 1960, John F. Kennedy y Richard Nixon inauguraron la era de los debates por televisión, signada por el promedio entre la espontaneidad y el desliz. Célebres han sido las perlas de sudor en la frente de Nixon al disentir con el hermano de JFK, Bob Kennedy; el patinazo de Gerald Ford frente a Jimmy Carter por negar el dominio soviético en Europa del Este; la edad avanzada de Ronald Reagan como prueba de experiencia frente a Walter Mondale, y el gesto ceñudo de George Bush padre mientras consultaba su reloj de pulsera en señal de aburrimiento o tiempo cumplido frente a Bill Clinton y Ross Perot.

En esa instancia, un político puede triunfar o no. De ganar las elecciones, salvo que se obstine en gobernar en solitario, los debates son continuos. Es lo normal en una democracia. En ella, conviene Barack Obama, el principal rival puede ser uno mismo, más expuesto a los tropiezos propios que a las estocadas ajenas. Todo mandatario corre el riesgo de contraer sordera, mal frecuente en estos tiempos. Es, como la ceguera, más severa cuando es ideológica que cuando es biológica.

En la Argentina, después de sus desafortunadas respuestas sobre el exagerado incremento de su patrimonio, el dudoso índice de inflación, el cepo para la compra de moneda extranjera, la ausencia de conferencias de prensa, así como sus mordaces observaciones sobre los estudiantes que empuñaban el micrófono, en su mayoría argentinos, Cristina Kirchner apenas atinó a pedirles disculpas por Twitter a los estudiantes de la Universidad de La Matanza (partido bonaerense con alta tasa de pobreza) por haber dicho con tono burlón: «Chicos, estamos en Harvard. Eso es para La Matanza».

No estuvo a la altura de las circunstancias, quizá porque, acostumbrada a pronunciar extensos discursos por la cadena oficial de radio y televisión, como Hugo Chávez en Venezuela, jamás recibe una réplica. Delante de ella, todo son aplausos y vítores de sus funcionarios y de los invitados, habitualmente beneficiarios de las medidas que anuncia. El mundo real en un país polarizado por sentimientos encontrados dista del mundo gubernamental, impregnado de informes halagüeños de colaboradores sumisos que no contemplan el estado de ánimo de un sector de la población que, por falta de representación política, bate cacerolas para expresar su disgusto.

En ese terreno resbaladizo, Cristina Kirchner no hizo pie. Trastabilló en más de una ocasión frente a los estudiantes, incluso con una visión sesgada de la realidad. Uno de ellos, en Harvard, dijo que se sentía “privilegiado” por formularle una pregunta; en Georgetown, la presidenta había afirmado que hablaba en forma permanente con los periodistas, pero señaló que “cuando no tienen la respuesta que esperan, empiezan a gritar o pegan un portazo”. Los acreditados en la Casa de Gobierno repusieron que la última rueda de prensa databa de más de un año.

Mejor no le fue al primer ministro Cameron. Concluyó su entrevista con Letterman con una frase lacónica: «Terminé mi carrera en tu programa esta noche». No había sabido contestar quién era el autor de la canción patriótica «Rule Britannia», interpretada por una banda en vivo. La falta de calle y de olfato es abrumadora. Por un aprieto similar pasó en 2007 el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. En la primera edición del programa “Tengo una pregunta para usted”, de Televisión Española, un tal Jesús lanzó, desde la platea, una pregunta sencilla:

–¿Cuánto vale un café en la calle, sabe usted contestarme?

–Sí, ochenta céntimos, aproximadamente –respondió con tono seguro Zapatero.

Jesús meneó la cabeza:

–Eso era en los tiempos del abuelo Patxi –exclamó, irónico.

–Depende…

Ochenta céntimos de euro, setenta y tres en realidad, costaba un café en el bar del Congreso de los Diputados, ámbito que frecuentaba Zapatero, no en uno de Madrid, como le había preguntado el tal Jesús. No tenía la culpa Zapatero, sino, como en los casos de De la Rúa, Cristina Kirchner y Cameron, aquellos que estaban convencidos de que su aparición frente a las cámaras iba a ser un viaje de ida al éxito, no al bochorno.



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