La política no hace la felicidad




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Lo dicte la Declaración de la Independencia, como en los Estados Unidos, o la Constitución, como en Japón, Corea del Sur y más recientemente Brasil, el derecho a “la búsqueda de la felicidad” es algo así como imponer la necesidad de respirar para seguir con vida. Tres siglos antes de Cristo, Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro, señaló que el fin de la polis era “la felicidad de los ciudadanos” y que, para alcanzarla, podían valerse de “las distintas formas de organización política”. Se trata, en realidad, de una decisión individual, no colectiva, también consagrada en la Constitución española de 1812, llamada La Pepa, como “objeto del Gobierno”.

Felicidad es sinónimo de dicha; dicha proviene del verbo decir. Los romanos sostenían que la felicidad dependía de las palabras que pronunciaban los dioses cada vez que nacía una criatura. El hado (destino) quedaba trazado en la dicta (lo dicho); hado proviene de fatum, participio pasivo de fari (hablar, decir). ¿Por qué entonces dudosos índices de felicidad auscultan países como si fueran personas para concluir alegremente que unos son más dichosos que otros cuando, en ocasiones, un clima social marcado por la polarización política, los problemas económicos o las luchas armadas no arranca sonrisas ni de sus gobernantes?

Costa Rica ha de tener los méritos para ser por segunda vez consecutiva el país más feliz del mundo, según el último Índice de la Felicidad del Planeta: Un Índice Global de Felicidad y de Bienestar Sustentable, de la Fundación de Nuevas Economías (NEF, por sus siglas en inglés), del Reino Unido, pero ¿por qué no procuran imitarla? Si Venezuela y la Argentina, signados por una profunda división política de sus sociedades, han hallado la fórmula para escalar en la lista de los países más dichosos gracias al bienestar de sus habitantes, la esperanza de vida al nacer y la huella ecológica, los tres factores medidos, ¿qué esperan los otros para adoptarlos como modelos?

Colombia, a pesar de los problemas de inequidad e inestabilidad que comparte con algunos países de América latina, es el tercero entre los más felices del mundo. ¿Lo es, en realidad? De serlo, ¿por qué una legión de colombianos ha emigrado a territorios menos dichosos como España y los Estados Unidos, relegados por la crisis económica entre los 151 países explorados? En los discursos, presidentes como Nicolas Sarkozy y primeros ministros como David Cameron han seguido la estela del remoto reino budista de Bután, el único que mide la felicidad interna bruta en lugar del producto bruto interno.

En 2009, el entonces presidente de Francia encargó un trabajo a una comisión de notables  integrada por Amartya Sen y Joseph Stiglitz, premios Nobel de Economía, para humanizar “la religión del número”. A su vez, el conservador británico David Cameron señaló desde el llano: “Tendríamos que pensar no sólo en lo que es bueno para meter dinero en los bolsillos de la gente, sino también en lo que es bueno para meter alegría en sus corazones”. Uno de sus antecesores, Tony Blair, organizó en 2002 un seminario de “satisfacción vital” para enseñar “habilidades de felicidad”, tender al “equilibrio entre el trabajo y la vida” y aumentar los impuestos a los ricos.

Lo avisó el filósofo británico Bertrand Russell en 1930: “El poder, mantenido dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como único objetivo en la vida, conduce al desastre interior, si no exterior”. Poco después, otro británico, el escritor James Hilton, inventó un edén en el cual la dicha parecía posible: Shangri-La. Lo ubicó, en su novela Horizontes perdidos, en un valle del Himalaya. En ese sitio, entre la India y China, está Bután, minúsculo territorio del tamaño de Suiza que ha vivido aislado durante más de un milenio.

¿Existe el paraíso? En apariencia, los ciudadanos de los países más solventes, con gobiernos democráticos e instituciones consolidadas, tienden a ser más felices que los otros. En Canadá, un estudio determinó que la gente más dichosa reside en las provincias más pobres en desmedro de las más ricas. El coche nuevo, la casa espaciosa y el aumento de sueldo son menos importantes que las relaciones personales y la solidaridad con el prójimo. Todo se resume en actos individuales que tienden al bienestar general y que, paradójicamente, no figuran como prioridades en los programas de gobierno.

En las elecciones autonómicas y municipales de España de 2008, Nadal Galiana, candidato socialista a la alcaldía de Finestrat, Alicante, ofreció financiación pública para adquirir Viagra, la medicina contra la disfunción eréctil que se ha ganado el mote de “píldora de la felicidad”. Perdió. Quizá porque no hay decreto ni ley ni declaración de la independencia ni constitución nacional que pueda imponer la felicidad como premisa colectiva ni, desde luego, países que puedan jactarse de algo tan subjetivo como ser más felices que otros. En palabras de Jean-Paul Sartre, “el infierno son los otros”. El paraíso, hábitat de la dicha, hace esquina con el corazón.



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